,

Fuerza de ley e imagen fotográfica

Por: Fernando J. Rosenberg

Imagen: Martín Chambi, Policía con niño. Cortesía del Archivo Fotográfico Martín Chambi, Cuzco, Perú, www.martinchambi.org

En esta entrega del dossier “Escenas de ley en el arte y la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, presentamos el análisis que Fernando J. Rosenberg hace a propósito de la relación entre discurso jurídico e imagen fotográfica. El autor aborda la intersección entre colonización, ley y nación a través del análisis de dos fotografías de los años veinte del fotógrafo peruano Martín Chambi, para así reflexionar sobre las condiciones de interpelación y el lugar de las tecnologías artísticas en la representación cultural indigenista. El texto de Rosenberg fue traducido por Fermín Rodríguez y extraído de Tras los derechos humanos. Literatura, artes visuales y cine en América Latina 1990-2020, obra inédita en castellano.


Me propongo pensar la intersección entre colonización, ley y nación a través del análisis de dos fotografías de los años 1920 del peruano Martín Chambi. En ambas la cámara aparece como mediadora entre la ley y los sujetos sometidos a su fuerza física y simbólica. Las fotografías comentan y quizás denuncian las condiciones de interpelación legal postcolonial en su intento de capturar al sujeto indígena, así como también los límites de este intento que la representación artística tematiza y a la que trata de poner remedio, re-presentando al sujeto indígena ante la ley. El esfuerzo de la agenda indigenista se avoca a recapturar y re-encuadrar aquello que escapa a la sujeción legal, y al mismo tiempo, dirigirse a la ley en nombre de los indígenas. Lo que me propongo al analizar estas fotografías es reflexionar sobre la condiciones de interpelación, sobre el lugar de las tecnologías de representación artística, y en última instancia sugerir un punctum (para utilizar la discutida pero siempre productiva oposición de Barthes entre dictum y punctum), que habla de algo que excede a la inclusión legal y a la representación cultural indigenista, y que podría insinuar una justicia más allá de estos órdenes hegemónicos.

Comencemos por la que muestra a un policía tirándole de la oreja a un niño, y a menudo titulada Policía con niño (ca. 1923). El fotógrafo nos da una representación frontal, de cuerpo entero, de la autoridad del hombre de uniforme sobre la humanidad inmadura de un niño indigente. Todo en la imagen está destinado a remarcar el contraste, ya que la postura del policía transmite seguridad reforzada por su uniforme (botas, cinturón, gorra reglamentaria, guantes blancos), mientras que el niño aparece en la absoluta vulnerabilidad de su contextura pequeña, sus pies descalzos, sus sucios harapos. Ambos sujetos están mirando fijamente a la cámara, posando para este instante definitivo. Pero mientras el policía mira al frente, el chico muestra una mirada oblicua y asustada, obligado por el tirón de oreja a estirarse y retirarse simultáneamente. Imperceptible pero inequívocamente, y sin perder su postura erguida, el policía infringe dolor en el momento de la toma fotográfica. Y si la oreja está hecha de cartílago, tejido conectivo que adjunta a la cabeza sirve como anexo y suma del cuerpo, el dolor también es una muestra ejemplar, una advertencia de la posibilidad de un castigo y de un delito potencialmente mayores aguardando en el horizonte de la relación de los indígenas o indigentes con la autoridad oficial. La pose de un castigo por una infracción que acaba de cometerse o que disuadía por una violación potencial del orden (¿pero qué estaba haciendo? ¿Qué orden regulaba la vida de un niño indigente o indígena en el Cuzco de la década de 1920?), la naturaleza del evento fotográfico superpone pasado, presente y futuro–historia, hecho y posibilidad.

Martín Chambi, Policía con niño. Cortesía del Archivo Fotográfico Martín Chambi, Cuzco, Perú, www.martinchambi.org

En este contexto, revelado por la fotografía en toda su crudeza material—el empedrado de una calle del Cuzco que sella una historia de violencia, la arquitectura colonial lejos del esplendor patrimonial–, el ajustado uniforme policial constituye la aparición de otro orden de existencia, un orden cuyo prestigio irradia desde un lugar soberano y distante. ¿No es justamente esa dinámica lo que Walter Benjamin (31-32) caracterizó de “espectral” o «fantasmal»? Ciertamente, al llamar así a la presencia policial, Benjamin sugirió una relación particular entre la policía y la organización de la percepción: la postura de la policía no se basa en su presencia visible; puede alterar el campo de lo visible incluso cuando no está a la vista, solo por su aparición inminente. Organizada por medio de indicios visuales (colores simbólicos, insignias, atuendos, vehículos especialmente diseñados, etc.), la fuerza policial depende al mismo tiempo de su capacidad para aparecer y desaparecer, según despliegues flexibles y estratégicos, y en un desplazamiento constante que le permite al cuerpo policial no sólo exhibir su fuerza sino también permanecer en las sombras. Sin embargo, la aparición siempre inminente de la policía tiene el propósito también de brindarle al derecho absoluto de inspección sin reciprocidad que la ley se adjudica, un semblante reconocible y en tanto tal, tranquilizador pese a ser amenazante.[i]

La foto despliega diferentes niveles de ciudadanía y de sujeción, desde la autoridad interiorizada por el policía ejemplar investido con el uniforme del estado, para llegar a imponer esta autoridad de manera externa y sensible, como dominación física sobre el niño indigente; trazando de esta manera una progresión que va del niño al hombre, de lo físico a lo simbólico, de la colonia al estado, de la dominación coercitiva a la hegemonía, y que siempre vuelve a la dominación física para controlar aquello que no se acomoda.[ii]  De hecho, la imagen puede leerse como una alegoría de la dolorosa maduración de la nación, así un breve momento de admonición y dolor que se proyecta como marca del presente en un futuro abstracto pero materializable. El varoncito aspiraría a ser un policía después de todo, de un modo u otro, transformando la sumisión en identidad, apoderándose de este despliegue visible de poder. Pero aunque la articulación podría estar sellada por el futuro alineamiento del niño indígena con el poder estatal-patriarcal, con la construcción y regulación de su régimen visible que es el ámbito cotidiano de la policía,[iii] la imagen también alegoriza la identidad nacional nunca realizada de una nación poscolonial mestiza, en la que la ideología estatal lleva las huellas de las antinomias coloniales; retratando así al ex indígena policía en su imposible captura del niño indígena, y la anterior y posterior huida del niño de las garras de la autoridad. Aquello que Louis Althusser imaginó como “escena de interpelación” postula a la fuerza de la voz de mando de la autoridad legal monolingüe en el origen de la sujeción; pero la imagen de Chambi alegoriza la primacía de la fuerza ante (y antes de) la escritura y la ley. [iv] Leída como otra escena de interpelación, es decir como una «pequeña escena teórica» que habla de la constitución de un sujeto jurídico poscolonial, es decir, moderno, la imagen de Chambi revela un sujeto (ya no un sujeto masculino adulto libre de circular) que es capturado no por el poder del enunciado abstracto (“¡Eh, usted, oiga!”) que confirmaría la universalidad de la ley inscripta en el sujeto,  sino por la restricción física que no deja que la escena legal oculte una violenta inscripción corporal subyacente que es necesaria para producir al sujeto colonial en posesión de sí mismo.

A pesar del presupuesto naturalista de la fotografía como documento social, la cualidad explícitamente performativa de ésta y de otras de sus obras resulta de suma importancia si pensamos en la pose de naturalidad de los retratos (es decir, la naturaleza del artificio fotográfico) que provienen de la práctica comercial de Chambi como fotógrafo de estudio que regularmente sacaba su arte a pasear por las calles de Cuzco, sus espacios íntimos y sus alrededores. En sus respectivas poses, hay una distancia entre el policía y el niño, que permite que cada uno de ellos ocupe un espacio existencial autónomo. Pero se insinúa al mismo tiempo que sus poses y su encuadre artístico podrían suturar esta distancia, porque la escena fotográfica atestigua la autoridad tecnológica y cultural del fotógrafo y su máquina que interpelan tanto al policía como al niño desde su propia distancia, desde el lugar de enunciación de la tecnología y el arte imbuidos, como parte de un proyecto indigenista, del poder de dar testimonio.[v] ¿Por qué si no congelar la instanciación del dolor ante la cámara y recrear una escena primaria de captura por parte de la ley, si el artefacto no fuera un mediador evanescente entre el pasado y el futuro, entre Cuzco y Lima tal vez, prometiendo adelantarse y enmarcar tanto la violencia de la autoridad como el dolor de la sujeción, redimiendo su presencia discreta en una imagen icónica que cura las heridas? La imagen proyecta la promesa de que el arte y la tecnología lograrán unir la fuerza y ​​la ley en la construcción de la subjetividad, complementando la interpelación estatal (o, dicho de otro modo, articulando la hegemonía); al mismo tiempo, la doble cara del arte interpelaría a la autoridad estatal en nombre de lo que se resiste a la sujeción, y al ciudadano-espectador en nombre de este Otro silencioso (es decir, el arte como denuncia testimonial). Estoy ahora utilizando el concepto de interpelación ya no solo en su estricto sentido althusseriano para hablar de una subjetividad atravesada por la voz de mando de la ley, sino para referirme a diferentes «llamados» que provienen de una variedad de autoridades culturales y que producen posiciones de sujeto que se cruzan en la obra de arte y de las cuales la obra de arte extrae su legitimidad. Por lo tanto, la imagen como campo de fuerzas podría considerarse como una compleja interpelación cruzada de múltiples niveles, mostrando tanto el intento de inscribir la ley en el cuerpo inmaduro indígena como el rol auto asignado de la intervención cultural indigenista de mediar y denunciar.

“La interpelación debe disociarse de la figura de la voz… la voz está implicada en una noción del poder soberano, un poder que emanaría del sujeto, activado en una voz”, escribe Judith Butler (60), señalando una cierta fijación que en última instancia adhiere a la idea de una fuente de autoridad unificada (como el texto de la Biblia postula el origen como la voz de Dios llamando e inscribiendo la ley) que establece una jurisdicción indivisible, a la que hoy sólo conocemos a través de sus ruinas. Incluso cuando a menudo se argumenta–tal como lo sugirió Benjamin acerca de la tradición de los oprimidos en sus “Tesis sobre la filosofía de la historia”–, que en las condiciones políticas (que le eran ya) contemporáneas la división entre el estado de excepción y la normalidad resultaba borrosa, sigue prevaleciendo una idea de soberanía centralizada y única que decidiría entre los dos. Si, por un lado, el acento en la fuerza antes que en la ley apunta a la condición colonial de sujeción, habla por otro lado de una desarticulación constitutiva de la capacidad del poder soberano para mantener el todo unido, o un semblante de hegemonía. Mientras que en América Latina la acción policial siempre ha sido considerada como corrupta y abusiva por muchos actores sociales, la discontinuidad contemporánea entre (recurriendo nuevamente a los conceptos de Althusser) los “aparatos ideológicos de estado” (instituciones legales) y los “aparato represivo estatales” (la policía) ya no se debe únicamente a dicho abuso de fuerza o corrupción intrínseca, sino a la autoridad reducida de la ley que esta acción represiva oficialmente representa.

Otro fotografía conocida como Campesinos indígenas en el juzgado (1929) muestra a un grupo compacto de campesinos andinos compareciendo en un juzgado en Cuzco, cuatro de ellos sentados en un banco, dos parados detrás, mirando a la cámara, mientras que en el fondo hacia la izquierda, detrás de un escritorio, se ven un par de funcionarios judiciales enfrascados en su trabajo. La imagen fotográfica puede ser, se dice, una ventana a la historia ya que obliga a confrontar la materialidad fugaz de los hechos, la textura que la narración a veces oculta, la contingencia devenida necesaria. Pero la imagen como ventana funciona en ambas direcciones del dispositivo visual: la introducción de la tecnología de la cámara en el ámbito de la ley les permite a los sujetos interpelados simultáneamente por la ley y por la máquina fotográfica, proyectarse en el futuro e interpelarnos a los espectadores. Más allá de la conocida metáfora de la ventana, esta imagen es también un juego de espejos o metaimagen que (como Las meninas de Velázquez en la famosa lectura de Foucault) reflexiona en el borde entre representaciones artísticas y jurídicas, para pensar su articulación y sus fallas. 

Martín Chambi, Campesinos en el juzgado. Cortesía del Archivo Fotográfico Martín Chambi, Cusco, Perú, www.martinchambi.org.

Por un lado, los sujetos indígenas citados a comparecer ante la ley en representación de sí mismos; por el otro, los funcionarios judiciales que representan el aparato jurídico del estado–dos posicionalidades claramente cernidas en el campo visual, dos zonas de identificación divergentes para el espectador. Hay dos fuentes de luz natural, una para cada uno de los grupos retratados, como si los dos habitaran en cámaras obscuras adyacentes. Las dos ventanas dejan pasar una luz brillante, pero son opacas a la realidad histórica del Perú de los años 1920; el espacio que la ley configura es permeable pero, en última instancia, autotélico. El ojo de la cámara está allí para triangular la escena; y por medio de la proyección de una imagen dividida pero continua promete absorber y superar el hiato entre el interior y el exterior, la luz y la oscuridad, el indígena y la ley. O dicho de otro modo, es esta escena partida de la sala del tribunal lo que la producción cultural del indigenismointentó suturar o articular, como el ojo que organiza el campo de visión y ofrece una realidad transcultural, no una división inevitable entre diferentes visiones del mundo. Tensionada entre los campesinos indígenas y la ley pero como si tratara de resolver esta tensión, la cámara está situada físicamente más cerca de los indígenas que ocupan el foco de su atención. Si se presentara ante la imagen y no como su eje organizador, podría aparecer como un abogado: representando a estos campesinos indígenas ante los tribunales de la política nacional, la historia, y ciertamente la posteridad–como el proverbial «juicio de la historia» que supone una dirección, un tiempo por venir en el que las cuentas serán saldadas, y la ley ya hablará por todos. Esto es también lo que generalmente se conoce como «justicia poética»: una inclusión anticipada, por medio de la cultura de aquello el estado y sus leyes no han logrado por medio de la política. Quizás un final feliz en algún caso, pero en este caso se trataría de una inclusión necesariamente melancólica ya que habrá llegado demasiado tarde, porque el esperado reconocimiento bajo la ley nacional implica el desplazamiento forzoso, la legalización de la fuerza que ya desplazó al mundo indígena. Todo lo cual, entiendo que es lo que describe la imagen como doxa, su declaración manifiesta o dictum (Barthes).

Pero entonces ¿qué están haciendo estos campesinos en la corte? ¿Vinieron en grupo, o de manera individual convocados para una audiencia para más tarde, o por el fotógrafo? ¿Llegaron voluntariamente, tal vez como testigos o para presentar una demanda? ¿O han sido procesados, acusados ​​tal vez de un crimen?[vi] Posiblemente no tenga importancia, ya que cualquiera que sea el estatuto jurídico que se les adjudique, terminará preservando el orden legal al reforzar la ley fundadora que le proporciona al campesino indígena su lugar ajeno al espacio en donde la ley es enunciada. Podemos ciertamente especular sobre la causa judicial, pero la imagen es cautivadora precisamente porque carece de epígrafe y, por lo tanto, no presenta sus temas en los términos del teatro de la justicia. Como testimonio visual, la imagen fotográfica interviene en el espacio que se abre entre la letra de la ley y la presencia, ya que los campesinos son convocados ante la ley como peruanos–la supuesta universalidad de la ley, siempre una ficción productiva que excluye sin dejar de prometer la inclusión–pero inevitablemente se presentan ante la historia en su condición de indígenas.

Aunque a principios del siglo XX la fotografía ya funcionaba en otros lugares como parte del aparato probatorio de la ciencia positivista, el campo jurídico colonial y más tarde el nacional están fundados en la autoridad retórica; la fotografía de la época estaba todavía muy lejos de tener un papel como evidencia visual mimética en la construcción de un significado legal[vii]. Sin embargo, la cámara ejerce un tipo particular de autoridad de encuadrar, y me atrevo a suponer que para el sujeto manifiesto de la imagen–los campesinos–, el hecho de prestarle su presencia al fotógrafo y de dar su testimonio judicial, pueden haber sido parte del mismo proceso. La imagen los muestra registrados por la autoridad legal y la autoridad del fotógrafo, ya que como afirmó John Tagg, ambos “extraen la violencia fundadora de su poder de citación ante la ley y ante la cámara, lo cual señala el punto en el cual lo que está ante la institución de la ley y de la fotografía se encuentra, perforce, excluido como ‘fuera de lugar’” (xxvi). Me atrevo también a imaginar a los funcionarios habilitando al fotógrafo indigenista con su cámara para que se instalen temporariamente en sus dominios, oficiando una mediación al abrir un espacio para los sujetos indígenas que no pertenecen a estos fueros. Así la fotografía se propondría proyectar a estos sujetos más allá del aquí y ahora de su estatuto jurídico, en un futuro diferente en el que se haría justicia y se repararía el daño fundacional–la exclusión inclusiva del sujeto indígena. La cámara se coloca del lado de la ley solo para denunciar su propia alianza con la violencia, y apuntando a una razón que (todavía) no se cuenta dentro de la razón de estado.

A diferencia del caminante de la parábola de Althusser, los campesinos, si bien ocupan visualmente el primer plano, nunca dejan de estar incómodamente fuera de lugar. Las prendas contrastan con el ambiente, el reloj de péndulo, el empapelado del fondo, y la alfombra decorada con motivos florales; sobre la cual los campesinos están descalzos, y dos de sus sombreros están apoyados en el suelo cerca de sus pies. Jacques Rancière sostiene que “la fotografía se ha convertido en arte al poner sus propios recursos técnicos al servicio de esta doble poética, al hacer que el rostro de los anónimos hable dos veces, como testigo mudo de una condición inscrita directamente en sus rasgos, sus costumbres y su entorno, y como poseedores de un secreto que no sabremos jamás, un secreto guardado por la misma imagen que nos lo entrega” (35). De acuerdo: la fotografía de Chambi inscribe y convoca a una razón subalterna que se resiste incluso a aquello mismo que la fotografía parece decir. Reconocemos en este dilema la condición del arte antihegemónico en la época de la hegemonía del estado nación criollo, y su esfuerzo paradójico de representar al Otro de la diferencia, declarando al mismo tiempo su impotencia para hacerlo. Y aún así, mientras más nos atrae el secreto de los campesinos en su distancia sagrada aurática, intraducible al lenguaje de la ley y la ciudadanía, más oscurecemos algo que también la imagen sugiere, que podríamos llamar el secreto de la ley, que no aparece en ninguna parte de la imagen y al mismo tiempo, está en todas.

En contraste con los seis campesinos que miran fijamente a la cámara como si estuvieran listos para dar testimonio a través de su presencia física, aparecen los hombres no indígenas (dos de ellos mirando la cámara con curiosidad, otro ocupado escribiendo), ensimismados e indiferentes, mitad atentos a la ley y mitad a la toma, no inmersos en el drama sino observándolo desde su posición. La composición de la imagen es tal que la disposición del grupo en relación con la perspectiva del ojo de la cámara proyecta una línea de fuga hacia la esquina superior izquierda del marco, donde los funcionarios judiciales están sentados detrás de su escritorio. Visto así, el fondo salta hacia el primer plano y el grupo de campesinos indígenas que ocupan el primer plano se vuelve el fondo indistinto contra el cual se recortan las figuras judiciales individuales. A pesar de sus mejores esfuerzos para colocar a los sujetos indígenas en el centro, la imagen registra la imposibilidad del intento. Los funcionarios detrás del escritorio, al no ser el sujeto ostensible de la imagen, se proyectan desde su posición inadvertida y prominente a la vez al centro de la escena. Es que están en su elemento, bañados por la luz del sol que entra por la ventana e ilumina su remoto rincón, pero no son objeto de escrutinio. Uno de los funcionarios, el más alejado, mira fijamente a la cámara, pero su semblante muestra una impaciencia curiosa porque también es un espectador, es decir, uno de nosotros, mientras los campesinos responden con la mirada a la mirada del Otro, que tiene el «derecho de inspección absoluto” (Derrida y Stiegler 121), estando la ley, sus funcionarios o sus espectadores, de alguna manera alineados. La imagen nos atrae, y en la mirada del funcionario en el rincón iluminado más distante nos reconocemos como espectadores, no ante la ley sino encarnando su poder de inspección, enmarcando la escena desde la otra punta del tiempo.

La famosa parábola de Kafka, que también presenta a un campesino ante la ley, podría compararse con la situación de los campesinos indígenas (aunque en el Perú suele decirse que si Kafka hubiera sido peruano, sería considerado un escritor realista o costumbrista)[viii]. La composición del encuadre los coloca como indígenas ante la ley (ante la ley, confrontándola y confrontados por ella; y antes de la ley, temporalmente antes de ella), manteniéndolos siempre ya fuera de la ley porque la construcción del aparato legal supone la supresión de los mundos indígenas, al mismo tiempo que son presentados como aquello que reclama su incorporación a la ciudadanía a través del indigenismo. El sistema legal es “rigurosamente intangible… inaccesible al contacto” en tanto “no tenemos el derecho de tocar[lo]» (Derrida, “Ante la ley” 123), y los campesinos comparten con los funcionarios que parecen estar escribiendo la ley esta igualdad, desde el momento en que la ley es igualmente tan personal cuanto ajena, universalidad ficticia tanto para los campesinos como para los letrados. Sin embargo, como en la parábola de Kafka, esta ley de la que los campesinos indígenas están excluidos fue hecha en realidad para ellos, que arriban siempre mucho antes y mucho después como para articular en los términos de una razón legal la expropiación sufrida en el origen mismo de la ley. Estas temporalidades heterogéneas que quiebran el tiempo teleológico homogéneo y su promesa de inclusión legal y cultural, se redoblan como el punctum que perfora la superficie narrativa de la fotografía.

Contra el dictum, la cámara (su inconsciencia visual, si se quiere) resalta un punto incisivo, el punctum que interrumpe los compromisos y los códigos culturales inscritos en su superficie, y que constituye una interpelación alternativa antes y más allá de la ley, más allá de los derechos que potencialmente tienen a los derechos que no tienen y que solo pueden ser declarados. El punto nodal de la organización de la imagen está localizado en las únicas manos que se ven en el grupo de indígenas, pertenecientes al único sujeto femenino–la excepción dentro del grupo y que como tal representa al grupo en su carácter más singular. De hecho, todo su cuerpo, destacado por las piernas donde se apoyan las manos, parece sobresalir de la superficie plana de la imagen, triangulando con el grupo de campesinos y prestándole un punto de anclaje reforzado por el sombrero en el suelo. En esas manos, encuentro una fuerza visual que posiciona a los indígenas como agentes de un llamado que trasciende el reclamo de derechos y la igualdad ante la ley, el derecho a ser incluido, reconocido y completado por el Otro legal o por la benevolente mano cultural del indigenismo. Giorgio Agamben sugiere que el ángel de la fotografía es el ángel del juicio final, ya que el gesto insignificante adquiere el peso de toda una vida, toda la existencia llamada a presentarse en un instante luminoso y eterno; no el juicio teleológico de la historia sino “el final de los días, es decir, cada día” (Profanaciones 34). En lugar de alinearse con el poder legal de convocatoria o citación, con el poder de hacer comparecer e interpelar (Tagg), para presentar a los campesinos en una escena previamente autorizada ejerciendo la melancólica demanda de no ser olvidados, la fotografía revela que “sabemos con absoluta certeza que ella [la mujer en la fotografía de Chambi, una niña brasilera en una fotografía de Sebastião Salgado para Agamben] es y será quien me juzgará, tanto hoy como en el último día” (32).

Quisiera introducir la versión de la interpelación de Enrique Dussel, que desplaza y reconfigura las limitaciones de la de Althusser, porque la interpelación de Dussel está situada precisamente en el interior del fracaso constitutivo del aparato legal y cultural del estado, y no como un suplemento. Para Dussel, la interpelación es el acto de habla producido desde un punto exterior al sistema de dominación, un lugar de enunciación inconcebible e inesperado que cuestiona el sentido común alrededor del cual se organiza una comunidad política, haciéndola responsable de sus exclusiones. Esta interpelación no puede abordarse dentro del sistema normativo disponible; requiere un nuevo conjunto de reglas, un nuevo tipo de enunciación. Se podría argumentar que Althusser y Dussel tienen distintas dinámicas en mente, pero la aparición de la interpelación 2 (de Dussel) ocurre de hecho en el mismo punto en el que se desarrolla la interpelación 1 (de Althusser)— lo cual espero haber sugerido en relación con el escenario de interpelación visual de Chambi. Esto no quiere decir que haya una complementariedad entre estas dos llamadas, como si la interpelación 2 pudiera aumentar las chances de la interpelación 1 de reforzar los mecanismos de sujeción. Todo lo contrario– ambas coexisten como una diferencia insalvable, ya que la interpelación 2 no está dirigida solo a la fuente del poder legal, sino principalmente a un destinatario potencial e indeterminado tanto en el presente como en el futuro– no la promesa de lo que está por venir, sino un futuro anterior, un futuro cuya construcción repercute en la situación del llamado: una interpelación a un público al que se le habrá impartido justicia y que reside principalmente en el mismo sujeto que reclama un derecho. La interpelación implica reconocimiento, pero al inventar un nuevo lenguaje para promover demandas políticas, la autoridad que podría reconocer estas demandas, que ya no equivale al poder soberano, también podría reinventarse.


            [i] “El espectro es… alguien por quien nos sentimos mirados, observados, vigilados, como por la ley… es alguien que me mira sin reciprocidad posible y que por lo tanto hace la ley allí donde yo estoy ciego, casi por situación. El espectro dispone del derecho de mirada absoluta, es el mismo derecho de mirada” (Derrida y Stiegler 151-152).

                [ii] Étienne Balibar afirma que:

Jurídicamente hablando, son «menores» aquellos individuos y grupos humanos que están sujetos a la autoridad más o menos «protectora» de los auténticos ciudadanos: el ejemplo clásico es el de los niños con respecto a sus padres. En este sentido es que, en un texto célebre, Immanuel Kant definió el proceso global de emancipación de la humanidad al que llamó Aufklärung como «un pasaje de la minoridad a la mayoría de edad alcanzada por medio de un movimientos espontáneo”. Es evidente que hay otros grupos que se han mantenido durante mucho tiempo en condición de minoridad, como las mujeres, los sirvientes, los pueblos colonizados y las personas «de color» en los estados raciales (por no mencionar a los esclavos), y no hay duda de que, a pesar de su igualdad formal conquistada una detrás de la otra, ninguno de ellos ha alcanzado totalmente la igualdad completa o la paridad en términos de derechos y obligaciones, acceso a responsabilidades, prestigio social, etc. (52–53).

                [iii] El significado de «policía» como reparto de lo visible fue resucitado recientemente por Jacques Rancière (particularmente en El desacuerdo). Pero según Nowotny y Raunig, pertenece a la tradición francesa, como por ejemplo en el Traité de la Police de Nicolas Delamare, en el cual  “‘policía’ no es necesariamente el nombre de un instrumento de orden del estado, aunque la institución policial ya había sido establecida como una autoridad central que respondía directamente ante el trono en 1666/67 por edictos de Luis XIV. ‘Policía’ todavía puede referir el orden mismo” (Nowotny y Raunig).’

                [iv] La escena clásica de la interpelación de Althusser se refiere a la situación del sujeto cuya libertad de circulación–su pretensión de autonomía y libertad masculinas–se encuentra sin embargo condicionada por el sometimiento a una ley que en primer lugar lo nombró y que retorna a él desde afuera, en la figura del policía como autoridad legal. La escena supone un campo simbólico homogéneo y estrictamente monolingüe poblado de elementos visuales y auditivos inequívocos (el mensaje encarnado en el uniforme, el pronunciamiento oral de la autoridad, el volumen elevado de su voz marcada por su textura de género que proyecta no una frase sino una mínima interjección “Eh”), revelando y produciendo efectos de sujeción; ya que el enunciado “¡Eh, usted, oiga!” hace que el destinatario se detenga en seco y gire la cabeza, tocado como sujeto a nivel personal y en su universalidad, íntima y públicamente. La escena althusseriana clásica es alegórica en tanto no se presta a un cierre interpretativo: habla de una relación establecida con la ley en la cual se reconoce el sujeto atravesado desde siempre por la potencialidad de esa llamada. Pero al mismo tiempo hablaría de un cierto retardo, de un cierto deseo de escapar de la captura de la voz, de un cierto temblor: es decir, de la posibilidad de desobedecer. Lo que la escena sugiere inadvertidamente es que si la autoridad necesita ser reforzada performativamente es porque siempre hay algo que se escapa del control ideológico, porque como señala Slavoj Žižek, el sujeto emerge justo cuando la interpelación necesariamente fracasa (El sublime objeto de la ideología 43-44)

                [v]  La idea del poder de atestiguar de la cámara proviene del análisis de John Tagg (The Disciplinary Frame xxvi) sobre la «captura» fotográfica, basado principalmente en los fotógrafos estadounidenses del New Deal, que podrían compararse con la estética y la práctica social de Chambi.

                [vi] Jorge Coronado analiza esta imagen en el contexto de las agendas divergentes del indigenismo, sus tensiones internas. Señala que los campesinos podrían haber sido acusados ​​de matar a un terrateniente (158) y que uno de los oficiales fue identificado como el fiscal de distrito Máximo Vega Centeno (160).

                [vii] Todavía hoy, los argumentos legales pueden ser muy versados ​​en la interpretación retórica y en el plano del análisis, pero los tribunales son menos competentes en el tratamiento de la semiótica visual.

                [viii] Yo mismo lo escuché en Perú, y hace poco me encontré nuevamente con esta declaración en Benavides.


Bibliografía

Agamben, Giorgio. Profanaciones. Trad. Flavia Costa y E. Castro. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2005.

Althusser, Louis. “Ideology and Ideological State Apparatuses: Notes toward an Investigation.” Lenin and Philosophy and Other Essays. New York: Monthly Review Press, 2001.B

Balibar, Étienne. “Ambiguous Universality.” Differences: A Journal of Feminist Cultural Studies 7.1 (1995). 48–74.

Barthes, Roland. La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía. Trad. Joaquim Sla-Sanahuja. Barcelona: Paidós, 1994.

Benjamin, Walter. “Para una crítica de la violencia”. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Iluminaciones IV. Trad. Roberto Blatt. Madrid: Taurus, 1998. 23-45.

Benjamin, Walter. “Theses on the Philosophy of History.” Illuminations: Essays and Reflections. New York: Schocken Books, 1969. 253–364.

Butler, Judith. Lenguaje, poder e identidad. Trad. Javier Sáez y Beatriz Preciado Madrid: Síntesis, 2009.

Coronado, Jorge. The Andes Imagined: Indigenismo, Society, and Modernity. Pittsburgh: U of Pittsburgh Press
.

Derrida, Jacques. “Ante la Ley”. La filosofía como institución. Trad. A. Azurmendi. Barcelona: Juan Granica, 1984. 95-143.

Derrida, Jacques, y Bernard Stiegler. Ecografías de la televisión. Entrevistas filmadas. Trad. Horacio Pons. Buenos Aires: Eudeba, 1998.

Dussel, Enrique. «La razón del otro : la interpelación como acto-de-habla».

 Apel, Ricoeur, Rorty y la filosofía de la liberación : con respuestas de Karl-Otto Apel y Paul Ricoeur. Guadalajara: Universidad de Guadalajara, 1993. http://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/otros/20111218054200/3.cap2.pdf

Nowotny, Stefan, and Gerald Raunig. “On Police Ghosts and Multitudinous Monsters.” Transversal 5 (2008). http://eipcp.net/transversal/0508/nowotnyraunig/en.


Rancière, Jacques. El destino de las imágenes. Trad. L. Vogelfang y M. Gajdowsky. Prometeo, 2011.

Tagg, John. The Disciplinary Frame: Photographic Truths and the Capture of Meaning. Minneapolis: U of Minnesota P, 2009.

Žižek, Slavoj. The Sublime Object of Ideology. London: Verso, 2002.

,

Reinvención de un espacio que no fue: «Nueva Argirópolis» de Lucrecia Martel, una revisión de la cancelación cultural de los pueblos originarios

Por: Guillermo Portela

En una nueva entrega del dossier “Escenas de ley en el arte y la literatura. Judicialización y relaciones sociales”, Guillermo Portela analiza aquí los modos en que la cineasta argentina Lucrecia Martel dialoga en su cortometraje Nueva Argirópolis, estrenado con motivo de los festejos del Bicentenario de la Revolución de Mayo, con el proyecto liberal decimonónico que Sarmiento plasmó en Argirópolis (1850). Portela sugiere que Martel, en un gesto de refundación dado por el adjetivo “nueva” del título de su corto, propone un contraproyecto a la pretensión sarmientina de erigir un nuevo espacio geopolítico que conllevaría, a su vez, un nuevo orden social.


Con motivo de los festejos del Bicentenario de la Revolución de Mayo de 1810, la Secretaría de Cultura de la Nación convocó a directores/as de cine para la realización de veinticinco cortos cinematográficos de ocho minutos cada uno, sumando así un collage de miradas y estilos de doscientos minutos que abordaron los doscientos años de historia argentina. En este marco, la directora Lucrecia Martel aportó una pieza fílmica, que tituló Nueva Argirópolis [2010], donde pone en escena un mosaico de voces e imágenes que dialogan, de manera explícita y en tiempo presente, con el proyecto liberal decimonónico que Domingo Faustino Sarmiento plasmara en 1850 en su obra Argirópolis.

El autor sanjuanino esboza en ese tratado una solución al problema que para él embrazaba la pacificación del Río de la Plata. Para ello propone crear una capital en la isla Martín García, que se encuentra en la estratégica confluencia del río Uruguay con el Río de la Plata, para la Confederación que conformarían Uruguay, Paraguay y Argentina.  De esa manera, Sarmiento pensaba garantizar la libre navegabilidad de los ríos, que según sus propias palabras son “las arterias del Estado”, a las potencias europeas y la inmigración proveniente de estos países, principalmente Francia e Inglaterra.

Lucrecia Martel retoma o, vale decir, contesta al proyecto sarmientino. La cineasta argentina no solo usa el título de la obra de Sarmiento, Argirópolis, sino que además hace evidente su voluntad reedificadora y lo precede del adjetivo “nueva”. Ante este acto performativo de refundación, que permite volver pensar en pleno siglo XXI un emplazamiento decimonónico que nunca existió, nos vemos obligados a preguntarnos cuál es y cómo lleva adelante ese gesto innovador que amerita preludiar el título de ese adjetivo. En el mejor de los casos, deberíamos indagar de qué manera este corto cinematográfico funciona como un contraproyecto de la pretensión sarmientina de erigir un nuevo espacio geopolítico que conllevaría, a su vez, un nuevo orden social.

Embarrados: una inmigración de revés

                                                                             Tengo el color del río

y su misma voz en mi canto sigo

“Oración del remanso” de Jorge Fandermole

Cuando aún faltaban dos años para la caída de Juan Manuel de Rosas, Argirópolis ve la letra impresa en Chile y de manera anónima, tal vez, para “dar más eficacia al proyecto, que intentaba superar, en la coincidencia de intereses político y económicos comunes, los conflictos internos y externos de la Argentina”[i]. La aspiración de Sarmiento era abrir el país al mundo: arribaría el inmigrante europeo trayendo el telégrafo, el ferrocarril y el vapor. Para erradicar la “barbarie” era necesario este impulso vigoroso que allanara el terreno no solo a la llegada poblacional, sino también a los no tan encriptados intereses económicos foráneos. Para ser más precisos, podríamos decir que la fe sarmientina se apoyaba en lograr acuerdos que conformaran los intereses de Gran Bretaña, pero especialmente de Francia, que ocupaba por entonces la isla Martín García y mantenía un bloqueo económico contra la Buenos Aires rosista. Por esta estratégica posición, consideraba que los franceses estaban “en la primera línea de lo estados comprometidos en esta cuestión”.  La Francia es, se apresura a dejar bien en claro en las primeras páginas de Argirópolis, “la nación que por influjo, su poder y sus instituciones representa en la Tierra la civilización católica y artística del Mediodía”.

El corto de Martel retoma el texto de Sarmiento en el intersticio que este dejó, por lo que el procedimiento es doblemente contestatario. Por un lado, visibiliza al indígena, el actor que los liberales decimonónicos habían borrado cuando bosquejaron su proyecto de nación, y, por otro, invierte el sentido de ese éxodo migratorio que ilusionaba al sanjuanino rediscutiendo la libre navegación de los ríos y, a su vez, reivindicando el derecho a la posesión y aprovechamiento de la tierra por parte de las comunidades indígenas. Ya no es una inmigración anglosajona que trepa las aguas en un vapor como símbolo de la modernidad del siglo XIX, sino una inmigración interna, una peregrinación que llega arrastrada como los camalotes y el barro que forma las islas del Delta del Paraná, una trashumancia que desconcierta e incomoda por su sola fisonomía.

Nueva Argirópolis plantea, de este modo, un país que, en pleno siglo XXI, abre sus entrañas y exterioriza hacia sus límites su esencia primera, tal vez, su ser más congénito: hombres y mujeres “del color del río” y hablantes de lenguas indígenas, desplazados que llegan flotando en balsas improvisadas con botellas de plástico y camalotes.

En la otra esquina, pero un siglo y medio antes, Sarmiento había alegado hasta el cansancio de los beneficios de la inmigración europea y sustentaba su arenga, si bien en cuestiones culturales, principalmente en un marcado determinismo de raza:

La emigración del exceso de población de unas naciones viejas a las nuevas hace el efecto del vapor aplicado a la industria: centuplicar las fuerzas y producir en un día el trabajo de un siglo […] tienen en sus tradiciones nacionales, en su educación y en sus propensiones de raza elementos de desenvolvimiento, riqueza y civilización que les bastarían sin auxilio extraño.

La radio de los perfectos que interceptan a este éxodo indígena de Nueva Argirópolis deja flotando una pregunta que, de una manera tal vez irónica y por demás simbólica, polemiza con el determinismo sarmientino y, en la mima estocada, con el destino de los pueblos originarios desde la creación del Estado Nacional como lo conocemos: “¿Son restos humanos?”.

De tal manera, esta pregunta no solo rivaliza con la idea de nación que mentara la Generación del ´37 de la que, aunque de manera periférica, Sarmiento también formaba parte ‒y que finalmente llevaría adelante la Generación del ´80 después de la famosa Conquista del Desierto y la solución final al “problema del indio” ‒, sino que, además, actualiza la lucha por la autodeterminación del cuerpo propio. El cuerpo del otro, del subalterno, solo es posible como “restos humanos”, como desechos, solo se hace visible como sospechoso. Así sus cuerpos son sometidos en su intimidad: “no tiene nada”, dice un presunto médico que revisa una radiografía de abdomen que intenta hacer transparente, cosificable e inteligible la otredad. “No tener nada” no solo es vaciar de todo contenido al ser, sino que también implicaría deslegitimar por su sola desubstanciación el derecho y la posibilidad a toda posesión: hogar, tierra, identidad.

Las autoridades porfían en cada escena del corto sus caras de preocupación, desconfían. Hombres y mujeres trajeados discuten, abren y cierran capetas, revisan archivos, se miran, vuelven sobre preguntas que ya se hicieron: se alertan por un video que circulan por internet, una conspiración parece estar en marcha.

Una niña es improvisada como traductora de una lengua que suena extraña para los oídos de los funcionarios, el wichí. No obstante, su bilingüismo la empodera. Ella traduce a medias, un poco en voz alta, otro poco al oído de sus hermanas. De esta forma, la obra de Martel encuentra el subterfugio para revertir la situación de diglosia en la que han coexistido las lenguas amerindias en una nación donde históricamente el español ha gozado de mayor prestigio frente a las instituciones del Estado. Así, la lengua que fue oprimida y relegada al ámbito de lo íntimo gana el centro de la escena pública por derecho propio. A pesar de ello, este protagonismo no la indulta de prejuicios y desconfianzas.

Las desconcertadas autoridades indagan y vuelven sobre ese video de YouTube donde una mujer invita, mezclando el wichí con el español, a ganar el río en balsas: “Indígenas e indigentes, no tengan miedo de moverse, somos invisibles”. Sin embargo, el invisible solo se hace visible cuando ocupa un lugar que no le fue destinado. Más preguntas quedan en el aire: “¿Qué hacen? ¿De dónde vienen? ¿A dónde van?”.

Mensaje en una botella: una importación de revés

En 1848, el empresario textil y miembro de la Cámara de los Comunes Richard Cobden, desde Manchester y enarbolando los estandartes del liberalismo, reclamaba la emancipación política de las colonias americanas[ii]. Solo queremos comerciar con ellos, decía. Quizás como Sarmiento, pero con intereses muchos más concretos y seguramente pensando en el ruinoso gasto que ocasionaban para la corona mantener las colonias de ultramar, el político británico entendía que las grandes extensiones territoriales conspiraban contra la buena economía del Estado. En esta misma línea, el cuáquero John Bright, mano derecha de Cobden, terminó por confirmar lo que su colega sospechara casi medio siglo antes: “Un gran imperio puede reducirse territorialmente sin que su poder y autoridad en el mundo se vean disminuidos»[iii].

La élite ilustrada de nuestras pampas, los rivadavianos primero y los románticos después (entre los que contamos a un joven Sarmiento), aspiraron como nadie el influjo neocolonialista en América Latina, pues el país no dejaría de ser nunca durante su influjo un espacio dominado por las potencias industriales europeas.

Ya en 1845 y desde las páginas del Facundo, Sarmiento se preguntaba tan retórica como cándidamente:

¿Quiere la Inglaterra consumidores, cualquiera que el Gobierno de un país sea? Pero, ¿qué han de consumir seiscientos mil gauchos, pobres, sin industria, como sin necesidades, bajo un Gobierno que, extinguiendo las costumbres y gustos europeos, disminuye, necesariamente, el consumo de productos europeos?

Si algo quedará claro es que las potencias europeas, y sobre todo Gran Bretaña, sustentada en su sedienta y gran fortaleza industrial de mediados del siglo XIX, necesitaban dos cosas de las excolonias españolas: extraer las materias primas y un mercado para sus manufacturas.

Frente a este escenario, que para el autor de Argirópolis parecería ser la más grande promesa de “orden y progreso”, la película de Martel también recoge el guante. Sabemos por Marx[v] que las relaciones mercantiles acaban imponiéndose y autonomizándose a los propios seres humanos que dejan de dominar la relación para pasar a ser dominados por ella. A esto, el pensador alemán denominó fetichización de la mercancía. Lucrecia Martel encuentra en las botellas de plástico, el residuo industrial y continente de la mercancía, la sinécdoque cabal que le permite responder al embrionario y dogmático liberalismo económico argentino del siglo XIX.

En un primer momento de la película, encontramos la botella de plástico reconvertida en las balsas que transportan a las personas que bajan por el río en un desplazamiento de interior a exterior del territorio. Tal vez esto nos permite pensar, por una parte, en un ejercicio de performance que no sugiere otra cosa que la reversión del desigual flujo mercantil que sobrevendría luego de que, en 1853, Urquiza firma con EEUU, Francia y Gran Bretaña los procolonialistas tratados para permitir la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay. Por otra parte, la realización de balsas con camalotes y botellas de plástico amalgama en su materialidad, de alguna manera, el intercambio comercial entre elementos puros de la naturaleza y procesados como bienes finales para el consumo que acontecería, entre uno y otro lado del océano, una vez asentado en Buenos Aires un gobierno con base en el más concluyente liberalismo económico: materia prima de aquí y producto manufacturado de allá, recursos naturales de aquí y fetiches de allá, camalotes de aquí y plástico de allá.

Igualmente, la acción de reutilizar el residuo de la mercancía industrializada en algo más sería un acto contestatario en sí mismo, una expropiación del producto para la propia conveniencia que concluye, si no por reorganizar, al menos por discutir el modo unidireccional de producción capitalista. Será por eso por lo que, en una segunda instancia del film, un niño emplea una botella plástica como una güira e improvisa una baguala. Acto mediante, otro joven sopla la boca de dos botellas para extraer una melodía semejante a la de un sikus o flauta de pan que crearan sus ancestros con cañas de río.

Tal vez, es pretencioso querer ver todo esto como un acto abiertamente contestatario a la rapacidad del modelo liberal/capitalista que imponían (o imponen) las potencias imperiales en estas tierras. Sin embargo, unos fotogramas antes, una maestra, que mostraba a sus alumnos otra botella, de plástico también, donde había encerrado tierra y agua marrón del río, preguntaba: “¿Por qué el río tendrá este color?”. Este acto de apresar el río en un continente producto de la industria habla por sí solo del simbolismo colonialista mayor. La escena no solo amalgama mercancía y materia prima como la balsa, sino que exhibe el espíritu mercantilista que empujaba a las potencias sobre el suelo americano: es el dominio y expropiación de los recursos naturales solapado en el irrefutable discurso del progreso. Será por eso que una niña de la película se esmera en reiterar que las islas que se forman con ese barro cuando baja el río “no son de nadie…no tienen dueño”.

Se escuchan voces

Sonroja pensar que aún hoy, a ciento setenta años años de la publicación de la obra de Sarmiento, quizás debamos seguir considerando que el acto de mayor subversión que lleva adelante Martel es plagar gran parte de los 8 minutos de esta reversionada Argirópolis,con un mosaico de esas voces que fueron acalladas en gran parte de la literatura argentina y, sobre todo, del proyecto de nación que mentaran los intelectuales decimonónicos. Allí, entre susurros que se superponen con voces en wichí y castellano, incomodan otras preguntas: “Todos los que hablamos wichí, mocoví, pilagá, toba, guaraní…todos pobres, ignorantes… ¿Por qué seremos todos pobres? […] ¿Qué habrá pasado?”.

Sarmiento impulsaría y, como es ampliamente conocido, luego llevaría adelante de manera concreta durante su presidencia un proyecto educacional que en 1849 plasmó en su obra Educación popular. En ella proponía formar tanto al individuo protagonista de la nueva sociedad mercantil como al ciudadano responsable de su gobierno. Claro está, que este proyecto no contemplaba la incorporación del gaucho y, mucho menos, del indio al sistema educativo. Sin embargo, durante su presidencia, Lucio V. Mansilla publicaría Una excursión a los indios ranqueles (1870). Si hay algo que sabemos de este libro es que, por primera vez en la literatura nacional, se le dio voz al pueblo aborigen, pero que también se sentencia allí que el indio es pobre porque no trabaja. Sentencia, esta última, que aún hoy, encuentra eco en muchos medios de la intelectualidad.

Finalmente, más allá de esta dosis de tolerancia que muchos le adjudican para con el pueblo ranquel, Mansilla apoyaría fervientemente la masacre indígena que significó la Conquista del Desierto que llevaría a cabo Julio Argentino Roca, apenas nueve años después su excursión. La estratégica isla Martín García no sería nunca la capital insular y eurocéntrica que bosquejara la audacia de Sarmiento, en cambio sí se convertiría en el campo de concentración de los pocos sobrevivientes de aquella gran matanza. En los años que siguieron, la isla continuará prestando servicios al liberalismo económico propiciado por el imperialismo extranjero y se convertiría en reclusorio de diversos políticos locales de renombre (Hipólito Yrigoyen, Marcelo T. de Alvear, Juan Domingo Perón y Arturo Frondizi), varios de ellos presidentes constitucionales derrocados por golpes de Estado, acaso, el arma predilecta del neocolonialismo del siglo XX.

La última frase que se oye en Nueva Argirópolis, “escucho voces”, sale de boca de un prefecto que peina el río en busca de algo extraño que altere la “normalidad”. El cuerpo del “otro”, del que es diferente, como sugerimos más arriba, ha dejado de ser visible una vez que se evacuó la sospecha que pasaba sobre él y, mucho más, después que ha dejado de ocupar ese lugar inadmisible que no le fue determinado a llenar. De tal forma, restablecido el orden que sujeta a los individuos a categorías prefijadas de antemano, ese ser subalterno solo se haría evidente como un murmullo espectral que, para alivio de unos cuantos, se aleja y se confunde con la naturaleza del río.

[i] Fernández, J (2000). “Prólogo” a Sarmiento D.F. (2000). Argirópolis. Buenos Aires: Ediciones El aleph, p. 8.

[ii] Feinmann, J.P. (2015). “Cuestiones de método en Suramérica”. En Página 12 contratapa. Buenos Aires.

[iii] Rogers, J.E.T. (comp.) (1892). Speeches by John Bright. Londres: Macmillan, p. 79.

[iv] Sarmiento, D.F. (1967). Facundo. Buenos Aires: Centro Editorial de América Latina, p. 240.

[v] Marx, K. (2014). El fetichismo de la mercancía (y su secreto). La Rioja, España: Pepitas de calabaza ed.

Rezar por Colombia – Sobre Plegarias Nocturnas (2012) de Santiago Gamboa

Por: Nahuel Paz

En el contexto actual de fuertes enfrentamientos entre la población civil y las fuerzas del Estado Colombiano, Nahuel Paz lee, al trote, la novela de Santiago Gamboa y arriesga una definición de “Literatura” que irrumpe en el discurso social para visibilizar una connotación de lxs desaparecidxs en la realidad latinoamericana.


Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) es un escritor colombiano, ha incursionado en la novela, en el cuento, el ensayo y las crónicas de viajes. En 2009 obtuvo el premio “La otra orilla” de la editorial Norma por su Necrópolis, ambientada en una Jerusalén casi en guerra. En Plegarias Nocturnas (2012), la novela que le siguió, retorna a una ficción ambientada en Colombia.

Barthes y Derrida entre otros, plantean que la Literatura, toma a su cargo muchos saberes, se expresa en una forma que difícilmente podría haber sido tratada por otra clase de discurso, periodístico o testimonial o histórico. Ningún otro discurso lograría decir lo que dicen las ficciones ya que no hay otro sistema de representación (la ficción supone un sistema de representación, otra clase de uso del lenguaje) que permita decir otras cosas de eso mismo. Si no encontráramos esos textos, la literatura terminaría siendo una ratificación: la continuación de la realidad, por otros medios, lo mismo que podríamos ver en los programas de televisión o en la calle, pero en una obra narrativa. La propuesta de esta reseña es leer esta obra de Gamboa como si fuera una repetición del pasado que se proyecta al presente y al futuro.

Por Ximena Hernández

La novela inicia cuando el Cónsul colombiano en la India recibe una información: debe asistir a un conciudadano detenido en Bangkok por tráfico de drogas. El cónsul se traslada a Tailandia y allí descubre que algo que no cuadra con el imaginario (y los imaginarios tienen espejos en la realidad) sobre el típico traficante, el acusado, Manuel, no tiene antecedentes, antes de su detención no había salido nunca de Colombia, está graduado en filosofía y cursa un doctorado.

La voz de Manuel estará tamizada por la del cónsul, ya que es a él a quien le cuenta su historia. Manuel refiriere su infancia, una infancia solitaria en Bogotá, una familia tipo: cuatro integrantes, clase media. Cuenta sobre su padre (fundamental en esta lectura que propongo) al que tilda de resentido, dice que para llegar a fin de mes su padre debía agachar la cabeza y ser dócil. Sus jefes lo humillan continuamente, por supuesto esa sumisión se convierte en autoritario en la casa. Manuel apunta que incluso su madre despreciaba al padre, aunque intentaba que lo respetaran en su casa. Además, narra que su padre tiene ojos solamente para Juana, la hermana mayor de Manuel, podríamos aventurar que, de hecho, la historia la tiene de protagonista.

Juana no se relaciona con su hermano menor, es más un escollo que para ella, pero cuando Manuel tiene siete años queda internado por una hepatitis viral, en el transcurso de la internación hospitalaria ambos logran conectarse. Luego Manuel, con la mediación de su hermana, se vincula con el arte, el grafiti, la pintura, la literatura. Y es en ese momento de la narración cuando irrumpe la violencia. La violencia en la novela tiene nombre: Álvaro Uribe.

Algunas citas ilustran esta irrupción:

(…) De repente, sin que ocurriera nada particular, papá se empezó a transformar. De tener pocas y muy medidas opiniones políticas pasó a hablar con fogosidad de lo que leía en la prensa y veía en los noticieros. (…) una letanía impregnada de rencor hacia la realidad y el presente, el súmmum del resentimiento, pintando un país con una situación de caos y derrumbe moral del que sólo se podía emerger con un verdadero patriota, ¿y quién podía ser sino ese soldado de Cristo y paladín del orden que era Álvaro Uribe, que por esa época, muy cerca de las elecciones, ya volaba en las encuestas? (2012: 38)

Según los términos que propone Marc Angenot, el padre, así, encarnará un discurso social reconocible, por ejemplo, en el elogio a Chile o en la mano dura:

(…) Lo que aquí se necesita es mano dura, así haya que hacer un sacrificio, y si no miren el caso de Chile, que es hoy ejemplo en América Latina (…) Álvaro Uribe es el único que no habla de tratos ni de regalarle el país a la guerrilla, sino todo lo contrario, quiere darles bala, el único lenguaje que los terroristas entienden, bala y más bala. (2012: 40)

En el proceso de identificación, en tanto Uribe es como “uno” y es un “patriota”. “Uno”, según la concepción del padre de Manuel y Juana, un ciudadano “común”, promedio, trabajador, esforzado —que piensa que los demás no lo son y que merecen el destino de un par de balas. Dejo en claro que no estoy haciendo un alegato en defensa de las “guerrillas”/”terroristas”, estoy describiendo el procedimiento de anulación de las otredades en el mecanismo narrativo de la obra— y, por primera vez, Berta, su esposa, concuerda con él, apoya sus diatribas. Por el otro lado, el “patriotismo” se convierte en una construcción en la cual ser patriota es hacer lo que “uno” hace, un círculo que retroalimenta en sí mismo, endogámico y pulsional:

(…) Uribe viene de la clase media y de las montañas de Antioquia, con la moral del campo y la verraquera de la tradición paisa, eso es lo que se necesita, un tipo que ame a Colombia (…) Uribe es el primero que habla de verdadero patriotismo, de dignidad nacional (…) si Uribe no gana a este país habrá que recogerlo del suelo con cucharita, y puede que hasta tengan que venir los gringos con sus marines a arreglarnos el problema, como pasó en Panamá, y nos tocará tragarnos la humillación, ¿cómo puede haber gente que no se dé cuenta? No hay más que ver su eslogan: «Mano firme, corazón grande». (2012: 40)

Y acá reaparece la voz de Manuel para enumerar, para romper los discursos sociales que encarna su padre, la endogamia del “uno”, del “nosotros”. Para ello utiliza una especie de objetivación cansina, en una lógica del personaje que muchas veces narra desde una especie de pesimismo descriptivo, la apelación al cónsul no parece del orden del “nosotros” sino como si fuera inapelable y no tuviera necesidad de convencer a nadie:

“No pasó mucho tiempo —¿un año, seis meses, usted se acuerda, señor cónsul?— antes de que la alegría uribista empezara a resquebrajarse y el sol se colara por las fisuras. (…) Fueron algunos intelectuales los que hicieron sonar las alarmas. Le criticaron a Uribe el airecito de Mesías de provincia, con la virgen María siempre en la boca, y se empezó a hablar de su relación con los escuadrones de la muerte y los paramilitares”. (2012: 40)

El ascenso de Uribe, como figura casi religiosa a la que el padre le reza, va en paralelo con la rebeldía de Juana que introduce en la casa la voz de las/os opositoras/os. Manuel, en cambio, se repliega sobre sí mismo, en la literatura, en los grafitis, en una búsqueda personal con el arte.

Juana empieza a cuestionar lo que dice el padre, contrasta con el discurso social de éste que se encabalga con el “sentido común”, digamos que es parte del trabajo narrativo de la ficción de Gamboa: el padre simboliza un ascenso discursivo que tal vez estaba solapado en las décadas anteriores o no encontraba representación. Por supuesto, que este discurso social seguirá haciéndose de slogans y grieta en los gritos del padre que siguen siendo más potentes:

“¿cuántos de esos melenudos no serán en realidad comunistas, chavistas o incluso de las FARC? ¡Si tanto les gusta que se vayan para el monte o a Venezuela o a Cuba!, a ver si allá los dejan criticar, ¡ahí los quiero ver! (…) ¿qué problema hay en que rece por televisión? Eso es normal en un país católico, ¿no han visto cómo Bush asiste a misas y habla de dios y nadie le dice nada?, ¿recordarle al presidente eso? ¡Si el mismo Chávez cita la Biblia cada vez que puede!” (2012:45)

Y si el padre encarna un discurso social reconocible y característico de determinadas partes de la sociedad (de las sociedades), supongo que ese reconocimiento tiene reflejo en la realidad y debe ser contrastado con esa realidad ficcional o cuestionado. Es Juana, que crece y estudia Sociología en la Universidad Nacional de Colombia, quien le responde. Lo hace con argumentos, con información, con datos, sin apelar al rezo, al discurso metafísico:

“Reviraba Juana, ¡ay, papá! (…) ¡es la época más horripilante! Un presidente mañoso, un ejército asesino y torturador, medio Congreso en la cárcel por complicidad con los paracos, más desplazados que Liberia o Zaire, millones de hectáreas robadas a bala, ¿sigo? Este país se sostiene a punta de masacres y fosas comunes. Uno escarba el suelo y salen huesos (…) No, papá, no te engañes. Los únicos que pueden dormir tranquilos acá son los paracos, y no sólo dormir: pueden seguir matando sindicalistas y gobernadores, alcaldes o estudiantes de izquierda, jóvenes desempleados y drogadictos; pueden seguir haciendo billete y contratando con el Estado para robarse la plata; pueden seguir amedrentando campesinos, quitándoles las tierras con sólo acusarlos de guerrilleros, papá…” (2012:65)

Los paramilitares (los “paracos”) parecen ser el signo de esa violencia que rezuma la atmósfera de Plegarias Nocturnas, la violencia incontrolable o controlada para reprimir, asesinar, perseguir por fuera del orden del estado, como un “segundo estado” (al decir de Rita Segato) un estado paralelo que, en la novela, el uribismo apoya y alienta.

Y entonces Juana desaparece.

Y la realidad se impone. El padre del narrador abre los ojos y la historia de la novela se irá hacia otro lado, porque en algún momento Juana reaparecerá y contará su propia historia, sus vínculos, hasta el cónsul tendrá tiempo de contarnos la suya.

Por Ximena Hernández

En este momento de la narración tal vez sí es posible reponer la realidad, no como continuación de algo que puede verse en la calle, en los programas de televisión —¿puede verse en los programas de televisión lo que sucede en la calle? ¿Puede verse la realidad?— habíamos dicho que una forma de leer la novela de Gamboa es hacerlo como una repetición del pasado, un pasado que se proyecta hacia el presente y el futuro.

Y, como esta reseña viene algo urgida por el tiempo, simplemente me voy a quedar con esto: y un día, Juana desaparece. En Missing (una investigación) Alberto Fuguet sigue la pista de un tío suyo “desaparecido” en los EEUU, pero dice que prefiere no usar esa palabra para describir el hecho —el tío se ausenta, deja de contactarse con su familia original en Chile, no deja rastros, no se comunica— porque la palabra desaparición tiene una connotación específica en Latinoamérica, una connotación que va desde Argentina hasta México, pasando por Uruguay, Chile y Brasil. Ante esa palabra la historia de Latinoamérica tiene mucho para contar, de todos modos, la ficción de Gamboa deja en claro sobre qué representaciones trabaja y cuánto de eso continúa en el presente.