La malicia y el esmero de un advenedizo llamado Simón Rodríguez o cómo evadir las trampas del éxito para cultivar la radiante libertad de pensamiento

Por: Juan R. Valdez

En este ensayo, Juan Valdez se ocupa de la trayectoria de Simón Rodríguez: en sus palabras, el “pensador más anticolonial y antirracista del archivo latinoamericano”. Valdez analiza a este intelectual contrastándolo con la figura de Andrés Bello, un pensador que, a diferencia de Rodríguez, no cayó en el olvido. Así, el autor se propone, a través de la comparación entre el éxito de Bello y el fracaso de Rodríguez, reflexionar sobre una de las grandes paradojas del latinoamericanismo y recuperar el pensamiento de uno de los latinoamericanistas “más extraordinarios y menos conocidos”.


Al describir a Ud. todas las locuras de este caballero tendría que ser muy largo.
Carta a Simón Bolívar de Antonio José de Sucre

Las personas que nos movemos por la vida sin el halo del éxito somos echados al olvido, a lo más, livianamente absorbidos por el margen como montones de escombros. Así ha sucedido parcialmente con la figura y obra del gran educador y maestro venezolano Simón Rodríguez (1769-1854), el criollo más anticolonial y antirracista del archivo latinoamericano. Este pensador nos resulta particularmente fascinante por como combinó el intelecto con la intuición. En gran parte, Simón Rodríguez fue el tipo de intelectual que deambuló inquietamente, pero fuera de la historia. Examinar el contraste entre el fracaso de un Simón Rodríguez y el éxito de un Andrés Bello nos ayuda a abordar grandes paradojas del latinoamericanismo y arrojar nueva luz sobre uno de los latinoamericanistas más extraordinarios y menos conocidos. Pero no basta con describirlo. Hay que explicarlo.

Primero, permítanme hacer una pequeña reflexión sobre el concepto del éxito. Quisiera proponer dos o tres posibles maneras de entender nuestra relación con el éxito: es un pagaré arriesgado sobre la felicidad futura; se trata del escalón que precariamente ocupamos para que otro pueda escalar más alto rumbo hacia la cumbre; es una estancia en la cámara de eco en la que solo encontramos información u opiniones que reflejan y refuerzan las nuestras. Es también posible concebir el éxito, con Spinoza, en términos afectivos, como el esfuerzo por lograr que todos aprueben el amor y el odio de uno. Como dice el ensayista boricua Efraín Barradas, uno lee, escribe, cocina, viaja, visita museos y todo eso para que nuestros amigos nos quieran un poquito más cada día. Barradas dice esto en clave de relajo caribeño, pero para nosotros su comentario contribuye a una compresión más matizada del hambre intelectual de renombre.

No hay que conquistar, odiar ni envidiar el éxito de nadie para comprender que se trata de un problema. Es cierto que queremos progresar y atender el deber social de hacer carrera. Sin embargo, en un mundo donde reina todo tipo de inseguridad, el éxito se cultiva más bien como el modo de evadir o postergar el limitado tiempo de la vida y, más específicamente, el olvido. Además de ventajas materiales, el éxito provee cierta continuidad en el dominio de nuestro autoconcepto y autoimagen. Motiva la ilusión de que, pase lo que pase, seremos recordados, que alguien en alguna parte estará pensando en nosotros. ¿Habrá algo más arriesgado que abandonar la carrera del éxito? Renunciar a la posibilidad del éxito no es una decisión fácil. Es preciso tomar bastante distancia del juego de los emprendedores y triunfadores. ¿Cómo podemos calcular esa distancia? Hay que tener suficiente valor, amplia fe y profunda humildad con respecto a lo que una hace, piensa y cree. Implica uno retirarse de muchas actividades importantes en la vida social, pero ninguna tan importante como el mero vivir. Quizás nadie más haya entendido todo esto mejor que Simón Rodríguez.

Los rotundos fracasos y la ingrata fortuna de Simón Rodríguez contrastan fuertemente con el éxito y estrellato de su contemporáneo y compatriota Andrés Bello (1781-1865), filólogo, escritor y también educador. En su prólogo de la antología chilena de Andrés Bello titulado “Andrés Bello y la precariedad de la fama”, el academicista Roque Esteban Escarpa escribió: “Andrés Bello existe como una sólida roca en el substrato de la cultura y de la organización institucional de Chile” (1970: 5). La vigencia de Bello en la historia política y cultural de América Latina es destacable y merecida. Los logros de Bello incluyeron la forja de la institucionalidad en el ámbito político y la creación de la base filológica sobre la cual por mucho tiempo se sostuvo la imagen de una cultura latinoamericana independiente de España. Sin embargo, la visión de Bello de la sociedad latinoamericana se derivaba de su concepto del orden hegemónico que dejaba fuera a los grupos minorizados.  Es necesario reconocer que, junto a sus conceptos de libertad y progreso continental, Bello también albergaba particulares nociones de genocidio indígena. Esto lo podemos corroborar en un comentario en su texto titulado “Investigaciones sobre la influencia de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile” (de 1844): “No se coloniza matando a los pobladores indígenas: ¿para qué matarlos, si basta empujarlos de bosque en bosque y de pradería en pradería? La destitución y el hambre harán a la larga la obra de la destrucción, sin ruido y sin escándalo” (82). En este texto Bello planteó una política de genocidio por desarraigo y hambruna. Que Bello tuviera muchas cualidades redimibles como original pensador latinoamericano no nos impide interrogar estas propuestas insensibles ante la cuestión de qué hacer con las poblaciones indígenas en la construcción de las sociedades latinoamericanas. En el proyecto nacionalista de Bello, el ejercicio efectivo del poder político exigía la exclusión de los indígenas. 

En contraste, el pensamiento político-cultural de Simón Rodríguez giraba en torno a otro principio, el de la inclusión, especialmente la de los desafortunados, los abandonados, las masas pobres. En su texto “Extracto sucinto de mi obra sobre la educación republicana”, él reflexionó:

Porque, en vida de Bolívar, pude ser lo que hubiera querido, sin salir de la esfera de mis aptitudes. Lo único que pedí fue que se me entregaran de los Cholos más pobres, los más despreciados, para irme con ellos a los desiertos del Alto-Perú—con el loco intento de probar, que los hombres pueden vivir como Dios les manda que vivan (306).

En todo lo que hizo y escribió, Simón Rodríguez expresó un profundo interés por las condiciones de las masas pobres compuestas de hombres y mujeres, niñas y niños y los diversos grupos racializados que llevaron la peor parte de la violencia colonial y estatal.

Si bien Bello es recordado como un insigne hombre de la academia y su obra ocupa un lugar central en el archivo latinoamericanista, la contrariada vida y obra asombrosas de Simón Rodríguez son menos conocidas. Según la investigadora venezolana Susana Rotker, rara vez los estudios literarios y filológicos le han prestado atención a Simón Rodríguez. En su época, Simón Rodríguez deliberadamente ofendió la sensibilidad de las autoridades políticas y morales. Para el general Antonio José de Sucre, el peor problema era la aspiración de Simón Rodríguez a la autonomía: “Dice que Ud. [Simón Bolívar] le ofreció que en esto [los negocios de educación y economía] tendría una independencia absoluta de todos” (410). Desde Bolivia, Sucre le escribió una carta a Bolívar quejándose de como Simón Rodríguez se endeudaba para suplir las necesidades de “los muchachos, putas, y holgazanes que contra las órdenes más expresas mías reunió en su casa” (412). Su empatía con los más vulnerables se consideró una afrenta al desdén o indiferencia de las autoridades hacia las masas populares e iletradas. Simón Rodríguez también se rio de y repudió la vanidad y la sarta de sandeces postulada por los letrados. Para los letrados y las elites culturales, ese afiliarse con la vida en toda su profundidad y complejidad constituía una amenaza. Aún hoy, Simón Rodríguez es una figura incómoda para la filología latinoamericana dominante por lo inclasificable que resulta su ensayismo utópico, su irreverencia hacia la autoridad, su alergia a la hipocresía y vanidad de los letrados y las élites sociales. Como enfatizara Rotker, descubrir a Simón Rodríguez hoy es maravilloso.

La época en que vivió Simón Rodríguez tuvo muchos emocionantes cambios revolucionarios, pero también fue una época de devastación por las guerras y gran precariedad financiera en las nuevas repúblicas del continente. Agréguesele a ese clima de inseguridad el abandono y el deprecio a que sometían las clases dirigentes a las masas. El destino de la mayoría era sufrir y perecer antes de tiempo. En el plano personal, Simón Rodríguez también conoció en carne propia la precariedad y el sufrimiento del desamparo desde niño, habiendo sido abandonado por sus padres. Se vengó de ese abandono con el divertido juego de cambiar de nombre: por años decidió llamarse “Samuel Robinson”. En su lectura psicoanalítica, el filósofo argentino León Rozitchner (2012) comentó que este particular infortunio personal dejó una llaga que, si bien nunca cicatrizó, convirtió a Simón Rodríguez en un luchador incansable en nombre de los seres sociales más vulnerables. 

Pese a que su mala fama y la precariedad lo siguieron a todas partes, Simón Rodríguez fue un latinoamericanista y un educador singular. Estuvo casado con una indígena boliviana con la cual tuvo dos hijos mestizos. Las escuelas que fundó fueron las primeras en integrar a niñas y reclutar a huérfanos. Su biógrafo más entusiasta, el alumno chileno de Bello, Miguel Luis Amunátegui (1901), inició su biografía con la siguiente pregunta: “¿Qué utilidad puede sacarse de la historia de un loco?”; para luego contestar: “La vida de un loco es muchas veces una lección para los cuerdos” (227). Según Amunátegui, Simón Rodríguez habría podido enriquecerse durante su exilio en Londres. Sin embargo, “sus instintos aventureros, más fuertes que su interés, no le permitieron estar quieto. Un impulso irresistible le obligó a abandonar la Inglaterra, como había abandonado a Venezuela” (235). Prescindió de la comodidad y el privilegio. Sus grandes obsesiones fueron insistir en el desarrollo de la sociabilidad (cuyo fin era hacer menos penosa la vida) y que había que enseñar a las ciudadanas y ciudadanos el modo de alcanzar la felicidad.

Simón Rodríguez se interesó mucho por las diferencias raciales y culturales. Fue uno de los primeros en América Latina en rechazar el discurso colonial de la inferioridad y esbozar el marco de una democracia racial y lingüística. Simón Rodríguez elaboró un discurso pedagógico radical y practicó una pedagogía enfocada en el desarrollo de una ciudadanía pragmática e inclusiva que abrazara a las poblaciones indígenas, negras y mezcladas y que cultivara la convivencia social.  En la edición de 1842 de su texto “Sociedades Americanas” escribió:

Dejemos la Francia y veamos la AMERICA […]. Tenemos Huasos, Chinos y Barbaros, Gauchos, Cholos y Gentiles, Serranos, Calentanos, Indígenas, Gente DE Color, y de Ruana, Morenos, Mulatos y Zambos, Blancos porfiados y Patas amarillas y una CHUSMA de Cruzados, Tercerones, Cuarterones, Quinterones y Salto-atrás que hace, como en botánica, una familia de CRIPTOGAMOS (67, énfasis en el original).

Descubrirlo hoy es posible gracias al trabajo de rescate y reanimación que han hecho unos pocos latinoamericanistas curiosos. Si bien este genial e inverosímil intelectual ha sido olvidado por el latinoamericanismo oficial, algunas escritoras y pensadores importantes lo han recordado favorablemente como quizás la figura latinoamericanista más alternativa. José Lezama Lima, quien le dedicó un magnífico estudio en su ensayo La expresión americana, definió a Simón Rodríguez como “un lujo americano”.  Luego de Lezama Lima, Ángel Rama volvió a estudiarlo en La ciudad letrada. El escritor venezolano Arturo Uslar Pietri noveló su biografía en La isla de Robinson. En México existe un grupo de investigación, “O inventamos o erramos”, coordinado por María del Rayo Ramírez Fierro, que se dedica al estudio del pensamiento y la vida de Simón Rodríguez. Pese a su fama de intelectual loco y ogro social, Simón Rodríguez encarna el espíritu del saber generoso que en Latinoamérica ha sido diseminado por figuras, tales como los mexicanos Servando Teresa de Mier y Ángel María Garibay, también bastante olvidadas, pero merecedoras de reencarnación, como nos recuerda recientemente el filólogo y ensayista mexicano Rafel Mondragón en su libro Un arte radical de la lectura (2019).

Simón Rodríguez elaboró un discurso lingüístico-cultural progresista que se correspondió con su afecto singular (su amor hacia los que sufren), acciones coherentes y ética personal, ética que, aun con el apoyo de su antiguo alumno, Simón Bolívar, le costó bastante dificultades en su gestión ante los poderes emergentes en los diversos países independizados donde trabajó.

Sociedades Americanas (1828, 1842) fue su gran obra textual y editorial, proyecto que le costó mucho tiempo y enorme sacrificio publicar. Este texto es un deleite por como combina las observaciones más sutiles con la imaginación más atrevida y el más rico sentido de humor e ironía. Se trata de un texto que experimenta maravillosamente con la capacidad transformadora de la palabra escrita y el potencial emancipador del silencio resistente. Este vínculo entre el estilo de Simón Rodríguez y la estrategia del silencio es clave. Nos remite a lo que subrayó Walter Benjamin (1978) sobre el radical ensayista vienés Karl Kraus: “Todo lo que escribió Kraus es así: un silencio vuelto del revés, un silencio que atrapa la tormenta de los acontecimientos en sus pliegues y oleajes negros, su línea lívida volteada hacia afuera […] las posibilidades polémicas de cada situación están totalmente agotadas” (243, traducción nuestra de la edición en inglés). Kraus se destacó, como Simón Rodríguez, en el manejo experto de lo que Benjamin llamó la trinidad del conocimiento, silencio y vigilancia. En Sociedades Americanas, Simón Rodríguez registró su reforma ortográfica, su teoría de la lectura, el programa de educación popular más radical, al igual que detalles sobre el fracaso ejemplar de su proyecto educativo.

Simón Rodríguez reflexionó sobre sus propios fracasos y esas reflexiones precisamente constituyen lecciones ejemplares. En una carta a Bolívar escribió:

Sucre y otros me han dicho muchas veces que reclame el sueldo por el tiempo que serví; y yo les he respondido que usted no me había traído consigo para darme títulos ni rentas […] no he querido tomar ni un real […] Si usted me envía con que pagar y viajar me iré, si no me pondrán preso. Me soltarán para que trabaje y pague, y la suerte hará el resto (citado en Simón Rodríguez: Sociedades americanas, 324).

De todas sus lecciones y meditaciones textuales sobre la importancia de mejorar nuestras vidas y nuestras relaciones quizás ninguna sea más iluminadora que su reflexión sobre el vínculo entre el dolor ajeno y la compasión en su ensayo titulado Luces y virtudes sociales (1834): “no haber experimentado el mal que otro padece y figurárselo, incita a un sentimiento que llamamos lástima—ver padecer lo que uno mismo ha padecido o padece, excita a padecer por recuerdo o por percepción actual… el sentimiento entonces es compasión. Es menester ser muy sensible y compadecer en lugar de lastimarse solamente” (193, itálicas en el original). 

Se objetará que la figura y obra de Simón Rodríguez son cosas del pasado, artefactos pasados de moda.  En cambio, el pensamiento político-educativo de Simón Rodríguez tiene mucha vigencia para nosotros hoy día. El neoliberalismo, nueva fase del capitalismo, conserva sus rasgos marcadamente militaristas tales como la depredación, la destrucción o arrinconamiento de la naturaleza, control de los mercados, de la comunicación y el campo cultural y el individualismo egoísta.  

En particular, el problema del egoísmo constituye una clave fundamental identificada por Simón Rodríguez que conviene citar y examinar: “el deseo de enriquecerse ha hecho todos los medios legítimos, y todos los procedimientos legales: no hay cálculo ni término en la Industria—el egoísmo es el espíritu de los negocios y los negocios la causa de un desorden, que todos creen natural, y de que todos se quejan” (143, itálicas en el original). El tema del egoísmo es central en las discusiones sobre el neodarwinismo y el mundo de los negocios y las finanzas. En libros, manuales y revistas como la Forbes, por ejemplo, varios autores coinciden que ser egoísta es simplemente una cuestión de calibrar la intensidad de una, de gestionar nuestra energía. Se aconseja que el vivir de manera más egoísta hace posible generar un mayor impacto en más personas—mientras se construye un negocio exitoso y muy respetado. Ser un poco egoísta no solo te ayuda a alcanzar tus metas, sino que también te ayuda a servir a los demás a lo grande. Pero nuestra consideración del egoísmo en relación al asunto del éxito nos obliga a mirar la práctica de apartar y segregar a quienes se consideran rivales y “perdedores”, aquellas y aquellos que obstaculizan el avance personal de los ganadores en la carrera sin fin.

Si bien para Adam Smith la inquietud exclusiva por nuestros propios intereses (“dame eso que yo quiero y tendrás esto que tú deseas / give me that which I want and you shall have this which you want”) era la razón del progreso, para Simón Rodríguez era imprescindible rechazar el egoísmo, la causa de todos nuestros problemas sociales: “quéjense de las Constituciones, lloren su Indiferencia; maldigan su Egoísmo” (121). El egoísmo como práctica e ideología aparece en múltiples contextos sociales. El egoísmo se manifiesta mediante una impaciencia constante e insatisfacción perpetua, como las que expresan los niños cuando no consiguen lo que quieren.  Y ahí damos con otra clave importante: el infantilismo insuperado de la humanidad. Sobre esta condición, Simón Rodríguez reflexionó: “este sentimiento, hijo del amor propio y de la tendencia al bienestar [o amor de sí mismo] es lo que llamamos EGOISMO. Yo solo soy y solo para mí son ideas del niño. El hombre que atraviesa la vida con ellas, muere en la Infancia; aunque haya vivido cien años” (98).

Desde el lugar de las humanidades muchas veces se acepta sin cuestionar que todos nuestros problemas sociales son el resultado de la lógica del sistema, un acontecer imparable del capitalismo salvaje. No cabe duda que operan sus efectos y se imponen sus jerarquías, pero tampoco podemos ignorar la imbricación de la economía afectiva, con su base en las apetencias insaciables y deficiencias adaptivas del cuerpo. El egoísmo es el eje emocional de nuestro caos pasional y el orden hegemónico, pero exacerbado por el neoliberalismo educativo disfrazado de humanismo.

¿Podría ser este ensayo simplemente el forcejo interior de un advenedizo sin patria? No lo descartamos como una posibilidad. Ahora bien, plantear la lectura de la vida y obra de Simón Rodríguez dentro de una reflexión sobre la ilusión del éxito y la implicación del egoísmo es pensar detenidamente en el tipo de mundo en que vivimos y las relaciones que tenemos. Es hacerse preguntas fundamentales tales como: ¿vale la pena sacrificar la solidaridad y la amistad por un asiento en la mesa donde los elegidos juegan y comercian?; ¿cuántas canalladas y absurdidades será uno capaz de aguantar en la interminable carrera del éxito?; ¿dónde termina el poder de las contrafuerzas y comienza nuestra agencialidad?; o, ¿qué significa vivir en un mundo que invita, celebra y hace prolija la obra de un Andrés Bello a la vez que olvida u ignora la de un Simón Rodríguez?

La sonrisa pícara de Simón Rodríguez contrasta con la sonrisa falsa y utilitaria del escalador social o el oportunista. Ante la certeza del abandono, la inseguridad y el fracaso, Simón Rodríguez optó por vivir sin campanas y silbidos, dedicándose a luchar para vivir, no solo para él sino también para los demás. Simón Rodríguez practicó la libertad y solidaridad que predicaba y enseñaba. Algunas personas logran hacer más por la vida desde el fondo del fracaso y la precariedad que otras desde el pedestal. Volviendo a evocar un par de versos de Ikkyū (poeta japonés y uno de esos “monjes locos” del budismo zen), digamos que mientras unos solo ven malicia en la sonrisa irónica de un Simón Rodríguez, otros vemos en su rostro un pedazo de jade iluminado por el sol, gorjeando, riendo ante el enigma de la vida y cultivando la libertad del pensamiento radiante.


Referencias

Amunategui, Miguel Luis (1901). Don Simón Rodríguez. En Ensayos biográficos, Tomo IV Santiago de Chile: Imprenta Nacional.

Bello, Andrés (1970). Investigaciones sobre la influencia de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile (1844). En Antología de Andrés Bello, editado por Roque Esteban Escarpa. Santiago de Chile: Fondo Andrés Bello, p.75-86.

Benjamin, Walter (1978). Karl Kraus. Reflections. New York: Schocken Books, 239-273.

Burns, Stephanie (2020). 6 Ways being selfish can make you successful. Forbes. Consultado el 11 de noviembre de 2021 en: www.forbes.com/sites/stephanieburns/2020/03/12/6-ways-being-selfish-can-make-you-successful/?sh=73c77b0e5538.

Escarpa, Roque Esteban (1970). Andrés Bello y la precariedad de la fama: prólogo. En Antología de Andrés Bello, editado por Roque Esteban Escarpa. Santiago de Chile: Fondo Andrés Bello, p.75-86.

Lezama Lima, José (1957). La expresión americana. La Habana: Editorial Letras Cubanas.

Mondragón, Rafael (2019). Un arte radical de lectura: constelaciones de la filología latinoamericana. Ciudad de México: UNAM.

Rama, Ángel (1998). La ciudad letrada. Montevideo: Arca.

Rawicz, Daniela (2021). Leer a Simón Rodríguez. Proyecto para América. Ciudad de México: UNAM.

Rodríguez, Simón (1990). Sociedades Americanas, editado por Oscar Rodríguez Ortiz. Caracas: Biblioteca Ayacucho.

Rotker, Susana (2005). Bravo pueblo: poder, utopía y violencia. Caracas: La Nave Va.

Rozitchner, León (2012). Filosofía y emancipación: Simón Rodríguez, el triunfo de un fracaso ejemplar. Buenos Aires: Biblioteca Nacional.

Smith, Adam (1986). The wealth of nations. New York: Penguin Books.

Spinoza, Baruch (1980). Ética. Madrid: Editora Nacional.

Sucre, Antonio José de (1981). Que don Samuel se acabe de ir con Dios (1826). De mi propia mano, editado por J. L. Salcedo Bastardo. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 410-413.

Tramas de escritura y oralidad en la poesía paraguaya. “Tesarái mboyve”: la comunidad del exilio

Por: Mario Castells

Imagen: Fotografía de Juan Britos (visita de Augusto Roa Bastos, Carlos Federico Abente y Zenón Bogado Rolón al pintor Enrique Collar. Asunción, 1996)

En el marco del seminario “Ñe’ẽ ra’anga, ñe’ẽ jopara. Literaturas en guaraní, proliferaciones e hibridaciones lingüísticas a distancia del canon” dictado por Rodrigo Villalba Rojas para la Maestría en literaturas de América Latina (UNSAM), Mario Castells reflexiona sobre la literatura paraguaya de expresión guaraní y la dualidad de cuño colonial que la constituye en tanto alienación y liberación. El autor revisita el poema “Tesarái mboyve” [“Antes del olvido”] para hipotetizar relaciones literarias y políticas novedosas, de los compendios de León Cadogan a los giros guaraníticos de Augusto Roa Bastos, presunto autor desconocido del poema.


La “literatura paraguaya de expresión guaraní” (Lustig 2007) es una literatura “sin libros” (Melià 2004); tiene el alma dúplice, concertada por oralidad y escritura. Esto se debe, más allá de la exageración polémica, a que no se forja como estañadura de textos líricos, épicos, dramáticos y de ficción escritos en esta lengua indígena ni se circunscribe a un dominio geográfico y político, sino más bien a un desarrollo histórico y a los efectos colaterales que devienen de este proceso: pongamos como ejemplos la diglosia[1], el jopara[2], el Paraguay de la diáspora. Hacerla inteligible a los lectores de otros países requiere desplegar un aparato crítico multidisciplinario. Debemos aceptar además la edificación colonial como un legado constitutivo[3]. Y tomando el legado colonial como premisa constitutiva, esto es, el guaraní paraguayo como lengua española del Paraguay primero y como lengua nacional y popular de un estado moderno después, justipreciar la particularidad del “caso paraguayo”: el modo en que esta literatura se ve afectada por la alienación colonialista que la aqueja, pero también su dimensión profética, liberadora.

Popular por excelencia, esta literatura tuvo ciertos recursos comunicativos en los que se apoyó y que la sostuvieron: las revistas, los cancioneros y las tablas del teatro (Bareiro Saguier 1980, Lustig 1997, Villagra-Batoux 2002). Es una literatura con pocos libros pero que en las últimas décadas, desde 1980 hasta la actualidad, ha dado las obras más importantes de la literatura del Paraguay. No obstante, “incluso cuando publicada, o es el registro de ‘oratura’ que le precede o se destina a una ‘oratura’ que le seguirá” (Melià 2004: 204). Para mostrar este proceso y sus implicancias en la cultura paraguaya, estamos preparando con Rodrigo Villalba un bosquejo, un plan de lectura crítica. La siguiente anécdota es un fragmento, una escalla minimalista de ese plan de lecturas, reelaboraciones y escrituras de la literatura paraguaya de expresión guaraní.

¡Jaike! [Entremos]

Visita de Augusto Roa Bastos, Carlos Federico Abente y Zenón Bogado Rolón al pintor Enrique Collar. Asunción, 1996

Hay una polca canción muy linda, aunque poco conocida, llamada “Tesarái mboyve”, “Antes del olvido”, en castellano. A esta canción solo la escuché interpretada por el cantante Oscar Escobar y el Conjunto San Solano. Siendo un niño participaba de la mano de mi padre en las fiestas y manifestaciones del exilio paraguayo. Muchas de estas producciones artísticas son completamente desconocidas aun hoy en el Paraguay, no lograron sortear la censura stronista. Lo increíble de la borradura es que esta canción tiene en los créditos a Carlos Federico Abente[4] como autor de letra y a Epifanio Méndez Fleitas[5] como compositor de la melodía.

Muchas incertidumbres rodean al poema; por ejemplo, en el libro de Teresa Méndez-Faith dedicado a su padre, intitulado Antología del recuerdo: Méndez Fleitas en la memoria de su pueblo (1995), se establece que la canción, que fue compuesta a mediados de la década del 50 (muy probablemente después de 1955, tras la caída de Perón y el exilio de Epifanio), fue realizada en verdad, a tres puños, por Carlos Federico Abente, Epifanio Méndez Fleitas y Augusto Roa Bastos, quien por entonces tenía un vínculo muy cercano, política y humanamente, con el malogrado dirigente colorado.

Traigo esta noticia a razón de que últimamente se ha dicho que el guaraní de Roa era muy artificial, precario y neológico[6]. Vale recordar que el mismo Roa ha señalado muchas veces que aprendió guaraní siendo escuelero, tentado por lo prohibido, bañándose en el río Tevikuary-mi con sus compañeritos de Iturbe (Roa Bastos en Paco Tovar, 1991); esto era habitual entre las familias de la burguesía liberal y no lo ponemos en duda. Sin embargo, volviendo a lo artificial de su guaraní, nada más leer una novela como Hijo de hombre (1960), uno percibe que ese vínculo con la lengua no fue precario ni mucho menos artificial. 

Empecemos por compartir el poema y luego seguiremos el relato, las preguntas y las interpelaciones a mis hipótesis[7]:

Tesarái mboyve

Amáicha tata omboguéva 

ha omokañýva hetia’evéro

maymáva tesarái pópe

ñane apatîva jajuayhuetéro.

Vokóinte vy’a mboypýri

ne ãgui aje’óne ahávo

ha nde chembojeroviávo

pukápe chemoamomyrÿine.

Akóinte mbyja ko’ē

ku ne pehengue

poty mimbipa

oúne che ãnga piári;

ajéipo yvaga rata

okukúi rei

ha ikusuguepa

che aramboha ári.

Yvoty pirukuemícha

hembýne chéve nderéra

che moyru hagua che kéra

tesarái pohéi jave.

Mba’éicha tamora’ē

reho vove chehegui

che rekove oñehundi

ku ne porē’ÿ 

tesarái mboyve.

Jasy rendy pypore

pe ñúre tohechauka

oguévo ne ra’anga

amano hagua 

tesarái mboyve.

Antes del olvido

Como la lluvia que apaga el fuego

y esconde las alegrías.

Todos estamos sometidos al olvido,

que nos borra de los que más amamos.

He aquí, allende la dicha,

de tu lado me voy apartando,

y tu aún me esperanzas,

pero sonriendo me duelas.

Será como siempre, el lucero del alba,

pedazo de ti mismo,

en flor, refulgente, el que

vendrá a buscar a mi alma.

Probablemente, fuego del cielo

se derrame en cenizas

y caiga sobre mi almohada.

Como una flor mustia,

sólo me resta tu nombre,

para acompañarme en los sueños,

en el delirio del olvido.

Como quisiera que,

al irte de mí,

mi vida se extinga allí

con tu ausencia,

antes del olvido.

Y trazos del plenilunio

en los campos se revelen

cuando se disipe tu figura,

para morir también yo

antes del olvido.

                        (Traducción libre)

Los despliegues del azar nos han transportado al recodo preciso de un misterio poético. Tuve la suerte de visitar dos veces al doctor Abente en su casa de Florida, Partido de Vicente López; mis amigos, que hicieron de nexo, eran de su mayor estima: Martin Arzamendia y Pablito Ríos, ambos músicos populares de la colectividad paraguaya en Buenos Aires. La primera vez, en que fui con Martín, fue más fructífera que la siguiente; conversé bastante más que en la segunda, donde el viejo doctor ya tenía problemas para comunicarse. Esta vez, fue en el año 2005, Abente ya tenía 90 años pero aún conservaba una lucidez y una memoria prodigiosa, apuntalada además por la ayuda de su esposa, María Eva. Hablamos mucho de Roa, a quien consideraba uno de sus mejores amigos. También de Zenón Bogado Rolón[8], querido amigo, eximio poeta guaraní. Ambos habían fallecido recientemente. Le pregunté muchas cosas. Hablamos de Amelia Nassi, muchos años pareja de Augusto, otra gran amiga en común. Pero entre anécdotas y chismes aparecían los versos, la cocina literaria de los libros de Roa y de sus poemas. Abente era, junto con Amelia, primer lector de lo que Roa creaba (Castells 2017: 1-8). Lo llevé a esa canción, a ese poema, a ese dato quizás erróneo, que hablaba de una autoría tripartita. Pero Abente no dijo nada, no respondió, tarareó la música, se quedó pensando y luego se puso a hablar de Epifanio hasta que pronto se terminó la jornada, atardeció y volvimos a Capital tomando el tren de la línea Mitre.  

Siempre encontré nexos de ese poema con las lecturas de Roa Bastos de esa época; para mí (lo hablamos mucho con Zenón), el poema que referimos es prácticamente una plegaria fúnebre, un chapukái, y está claramente influido por los textos que tratan el Capítulo “De la paternidad y la muerte” en el Ayvu Rapyta. Como sabemos, Roa, Campos Cervera, Romero y pocos más, fueron los primeros intelectuales paraguayos que conocieron los artículos etnológicos de Cadogan[9]. Hay registros de eso, como el uso, a manera de epígrafe y como leit-motiv, con traducción propia además, del “Himno de los muertos de los Guaraníes” en Hijo de hombre.

He de hacer que la voz vuelva a fluir por los huesos…

Y haré que vuelva a encarnarse el habla…

Después que se pierda este tiempo y un nuevo tiempo amanezca… (Roa Bastos, 1960: 9)

Siempre hablábamos con Zenón de este fragmento que Roa tomaba del Ayvu Rapyta (1992 [1959])[10], fragmento del que corregía la traducción de Cadogan.

Ára kañy rire, ára pyau ramove,

Chee, yvyra’i kanga amoñe’ëry jevy va’erä

Amopyrö jevy va’erä ñe’ëry” (Cadogan 1992: 86)

Después de hundirse el espacio y al amanecer de una nueva era

Yo he de hacer que circule la palabra nuevamente por los huesos de quienes

                                                                                            portaran la vara insignia.

Y haré que vuelvan a encarnarse las almas (Cadogan, op. cit. 87)

Ese primer capítulo de su novela Hijo de hombre en la versión original de 1960, luego reconvertido en “Macario” en la versión corregida de 1982, es testimonio preciso del antiguo Guairá, aquel territorio fijo en la niñez del escritor. Zenón tenía, para él, que ese libro era el apytere (médula) de la obra roabastiana. Para importunarlo yo decía que “Tesarái mboyve” era un himno teológico sí, pero mediado por la lectura de John Donne antes que por Tomás de Yvytuko, el Mayor Francisco de Potrero Garcete o Patricio Benítez de Chararã, los autores de las endechas fúnebres colectadas en el libro de Cadogan. Le decía a mi gran amigo, paraguayo convertido a la fe de los mbya guaraní, que esto era así y que lo rubricaba el testimonio de Amelia, pero Zenón, el poeta, el lugarteniente de Jakaira, no me llevaba el apunte.

Thou hast made me, and shall thy work decay? 

Repair me now, for now mine end doth haste, 

I run to death, and death meets me as fast, 

And all my pleasures are like yesterday (…) (John Donne, 1983: 7) 

Me valgo de estos recuerdos para contar el trillo de la configuración de esta hipótesis: la autoría fundamental de este poema es de Roa Bastos. “Tesarái mboyve” es un ingrediente inicial de la cocina narrativa del novelista cuando aún era solamente poeta y recién había escrito los cuentos de El trueno entre las hojas (1953). Tengo certeza de que Epifanio no conocía la teología guaraní. Mi padre era militante epifañista y conozco por él toda su obra ensayística, poética, musical, incluso la que sucumbió al olvido. Epifanio era natalicista: seguía los postulados del intelectual colorado Natalicio González[11] en su concepción de la sociedad paraguaya. Esto no significa que desconociera la obra de Cadogan. Al contrario, entre sus primeros artículos sobre folclore guaireño está “El pueblo de Villarrica” (1940) aparecido en la revista Cultura que dirigían Epifanio Mendez y Guillermo Enciso Velloso. En tanto que don Carlos, antes de vincularse con Zenón Bogado Rolón, Tupa Kuaray, empleaba un guaraní marcado por la matriz poética modernista/mundonovista de Ortiz Guerrero y no la de los sabios guaraníes. Cualquiera que lea Hijo de hombre, hurgando en los personajes de la trama (María Rosa, la loca de Loma Carobení, el mulato Macario, el guitarrista leproso Gaspar Mora) verá un trasfondo cadoguiano, más cercano si se quiere al Guai Rataypy (1998 [1948]) o a Carobení: apuntes de toponimia hispanoguaraní (1959) que al Ayvu Rapyta, porque son personajes de la sociedad campesina guaireña. Sin embargo, casi en la superficie del relato, no hace falta escarbar mucho divisamos ese sincretismo propio del catolicismo herético neoguaraní. “Luego de un rato de marcha, empezó a cantar con voz rota y débil ese estribillo casi incomprensible del Himno de los muertos. Se interrumpía a trechos y recomenzaba con los dientes apretados” (Roa Bastos 1960: 34). Tal como destaca Rubén Bareiro Saguier, estas escenas de la trama del Cristo leproso “esbozan senderos que llevan al rito cristiano modificado por la rabia y la decepción a una reinterpretación sincrética con fuertes impregnaciones indígenas. Y sin ambigüedades, el canto de María Rosa en el momento crucial de adquirir la lucidez de la demencia, invoca la noción de reencarnación guaraní, el reflorecimiento de los huesos, la continuidad de la vida en el territorio de la muerte” (Bareiro Saguier 1990: 138).

Asimismo, el leitmotiv del cometa (yvága rata) que es un símbolo muy ligado al fin del mundo en la mitología guaraní es sumamente importante en el primer capítulo de la novela como también en el poema que marca a las claras una de las obsesiones iniciales del escritor de Iturbe.

En “Manifiesto a favor del ritmo”, Henri Meschonic señala que “el poema es el momento de una escucha. Y el signo no hace más que darnos a ver. Es sordo, y permanece sordo. Sólo el poema puede ponernos en la voz, hacernos pasar de voz en voz, hacer de nosotros un escucha. Darnos todo el lenguaje como escucha. Y la continuidad de esta escucha incluye, impone una continuidad entre los sujetos que somos, el lenguaje que devenimos, la ética en acto que es nuestra escucha, de donde viene una política del poema…” (http://confinesdigital.com/conf29/henri-meschonnic-manifiesto-a-favor-del-ritmo.html).

Creo que lo que hace significativamente roabastiano al poema es esta visión que pergeña desde la escucha. Roa lo olvidó porque más tarde desarrolló muchos de sus tópicos en Hijo de hombre y porque quiso borronear ese vínculo casi “orgánico” que tuvo con el epifañismo (i. e. con el peronismo). No es que Roa negara su cercanía con Méndez Fleitas, siempre recordó otra canción que hizo con Epifanio en homenaje al creador del teatro popular de vanguardia en guaraní: “Canto a Julio Correa” (Méndez-Faith 1995). La marca de Caín de esta coyuntura remite al tan mentado poema de 1954. Hacia fines de mayo de ese año, en la concentración colorada de proclamación de la candidatura de Alfredo Stroessner, militar enrolado en la facción de los “demócratas”, Epifanio Méndez, uno de los dirigentes máximos de este sector, aliado fundamental de Perón en el Paraguay (Seiferheld, 1988), le dedicó una polca: “26 de Febrero” al militar. Seguidamente, el 15 de agosto de 1954, Augusto Roa Bastos, por entonces redactor del diario argentino Clarín, volvió al país del que se había exiliado en 1947 por una profunda enemistad con Natalicio González. Volvió del exilio pero no de manera clandestina ni silenciosamente, Roa volvía acompañando a la delegación argentina. Y en un acto poco común a su “ética” intelectual, le dedicó un poema a Stroessner y a Perón intitulado: “¡A los próceres, salud!”, en el que comparó a los mandatarios con los próceres de la independencia. Este dislate ético y estético de Roa sería utilizado en el futuro por sus adversarios del campo cultural paraguayo como epitome de su falsedad política: “el falso exiliado”, lo increparon.  Hay que destacar que el General Perón había ido en misión oficial para devolver los trofeos de la Guerra Guasu y que el General Stroessner aún no se perfilaba como el corrupto y sanguinario dictador campeón del anticomunismo en el cono sur, el Tiranosaurio (Roa dixit) que permanecería en el poder por 35 años. El joven periodista Augusto Roa Bastos adscribía al programa político del nacionalismo populista, revisionista y lopizta en línea histórica con lo cual el discurso peronista le cuadraba perfectamente. La importancia gravitante del Partido Comunista en la colectividad paraguaya del exilio y en el campo cultural latinoamericano, fenómeno que se agudizaría con la irrupción de la Revolución Cubana y la incidencia de Casa de las Américas, así como también por la caída y el exilio de Perón en 1955, su asilo en Paraguay y la purga del epifañismo ese mismo año, reconfiguraron las posturas políticas del escritor respecto del grupo de Méndez Fleitas y lo afianzaron en un relativo “indepentismo” político, compañero de ruta de la izquierda continental.   


[1] La diglosia como fenómeno está ligado al bilingüismo guaraní-español característico del Paraguay. En una situación diglósica es el contexto social lo que determina el uso de una variedad u otra de lengua. De resultas, el guaraní, que es la variedad baja: lengua del hogar, lengua coloquial de los afectos y los espacios solidarios, no puede acceder a espacios de la cultura letrada. Esta traba social instaurada en el pleno de la cultura nacional, no es una imposición debido a una política estatal o de un sector dominante de la sociedad. En tanto que el español como variedad alta domina los espacios institucionales, rige la escritura y la ley… Para Melià la noción de diglosia, al ser utilizada en el análisis de lenguas en contacto, tiene la ventaja de no velar, como suele hacerlo la noción de bilingüismo, la realidad de los conflictos lingüísticos y el poder de dominación que ordinariamente una lengua ejerce sobre otra.  

[2] El jopara es un guiso que se realiza cada 1° de octubre para conjurar la llegada de Karai Octubre, la personificación del mes de la escasez en el campo paraguayo. Este guiso mezcla todos los granos, carnes y vegetales que se encuentran a mano en la cocina campesina. Es justamente por su carácter hibrido que terminó designando al pidgin guaraní español, la mezcla de lenguas que prolifera en el país y que algunos lingüistas han definido como una tercera lengua del Paraguay. El lingüista Tadeo Zarratea, sin embargo, diferencia el jopara y el guaraní paraguayo: “es preciso aclarar siempre que el guaraní paraguayo no puede ser asimilado al jopara porque son dos lenguajes distintos. Conviene reiterar siempre (…) la clara distinción establecida por el lingüista Wolf Lustig, de la Universidad de Mainz, Alemania, que dice: “El guaraní paraguayo es una lengua mezclada, mientras el jopara es una mezcla de dos lenguas, que funciona en los límites imprecisos del guaraní y el castellano” (Zarratea 2018, https://mbatovi.blogspot.com/2009/05/nomongeta-paraguai-nee-koi-rehe-dialogo.html ).

[3] Bartomeu Melià en su libro El guaraní conquistado y reducido (1992)  señala tres formas de reducción de la oralidad:  a) la escritura, que al pasar de la variedad fonética a la  fonológica, anula las realizaciones dialectales y desdibuja los contrastes entre el sistema nuevo y el del “reductor”; b) la gramática, que impone la categorización a partir de la propia lengua, tendiéndose a crear una lengua estandarizada, cuyo propósito final es “enseñar” a los indios las “verdades cristianas”; c) el diccionario, que “no es sólo una nomenclatura, sino un sistema de valores, el registro y la semantización que se les asigna ya está dependiendo de los procesos históricos, políticos, sociales, religiosos” […], así “las palabras conceptuadas como ‘neutras’ son registradas sin dificultad, mientras aquéllas fuertemente semantizadas en la vida socio-religiosa llegan a estar ausentes o aparecen con un sentido traslaticio, es decir, traducido y resemantizado en la nueva vida reduccional”. Estas tres reducciones -escritura, gramática y diccionario- sirven de soporte a la reducción literaria propiamente dicha. La lista de escritos en guaraní originados en las Reducciones jesuitas y que vienen a confundirse con toda la producción literaria en guaraní de los siglos XVII y XVIII, es un claro índice de la reducción de estilos y de temas: catecismos, sermones, rituales y libros de piedad. En su mayor parte traducciones. La letra prestada se resuelve en una literatura prestada: literatura cristiana escrita en guaraní, no literatura guaraní. […]Se produce así un vaciamiento de los valores auténticos, una tergiversación con propósitos de la suplantación cultural. La escritura sirve para ‘dar firmeza a las dominaciones’ (Melià 1992: 312-315).

[4] Carlos Federico Abente (Isla ValleAreguá, 1914Buenos Aires, 2018) fue un poeta paraguayo, autor de la letra de la guarania “Ñemity” que musicalizó José Asunción Flores, el más importante músico del Paraguay. Escribió fundamentalmente poesía en lengua guaraní y entre sus libros destacan: Che kirirĩ asapukái haguã (1990), Kirirĩ sapukái (1995) y Sapukái Sunu (2001).

[5] Epifanio Méndez Fleitas (San Pedro del Paraná, 1917- Buenos Aires, 1985) fue un dirigente político del Partido Colorado opositor a la dictadura de Alfredo Stroessner. Además de su faceta política también cultivó la música, la poesía y el ensayo histórico-filosófico. De su labor como ensayista tenemos libros como Diagnosis Paraguaya, Lo histórico y lo antihistórico en el Paraguay, Carta a los liberales… Se lo recuerda como compositor de polcas y guaranias, entre estas: “Che jazmín”, “Che mbo’eharépe”, “Hekovia techaga’u”, “Reseda poty”, “Serenata”, etc.

[6] Para tener una idea del guaraní que hablaba Roa, compartimos este diálogo telefónico entre el autor y Epifanio Méndez a principio de los 80, cuando ambos tenían ya más de 25 años de vivir en el exilio. https://www.youtube.com/watch?v=OovIeIJdQeU

[7] Compartimos la versión interpretada por el gran cantante Oscar Escobar. https://www.youtube.com/watch?v=-x-HsuGRdoQ

[8] Zenón Bogado Rolón (Mauricio José Troche, Guaira, 1954- Canindeyú, 2005) fue un extraordinario poeta en lengua guaraní. Convertido a la fe de los guaraníes selváticos cambió su nombre, primero por Tupa Kuaray y luego de una rara enfermedad que trató con medicina chamánica a Tupa Kuaray Pyau. Entre sus libros destacan la trilogía, Tomimbi (1990), Tovera (1990), Tojajái (1992)así como también su último libro Ayvu Pumbasy (1994). En 2008 el FONDEC editó sus incompletas Obras Completas.

[9] Entre otras tantas noticias que tengo de que Roa leyó a Cadogan en sus primeras publicaciones en revistas, además del testimonio del propio Augusto, aunque no podemos negar que el novelista gustaba fabular e intervenir en los recuerdos, está la noticia que da Víctor Martínez, uno de los 9 brigadistas paraguayos que peleó en la Guerra Civil Española. De él, por generosidad de Mariadela Martínez, su hija, heredé parte de su biblioteca. Entre varios libros preciosos, están las revistas del Instituto Indigenista Interamericano en la que colaboraba siempre Cadogan. Entre las anotaciones de puño y letra de Martínez hay referencias a Roa. Y es que hubo una larga relación entre este dirigente comunista y nuestro escritor, como así también un importante vínculo epistolar.

[10] Ayvu Rapyta / El fundamento de la palabra de León Cadogan fue publicado por Egon Schaden en 1959 en el Boletim 227, Antropología nº 5 de la Facultad de Filosofía, Ciencias y Letras de la Universidad de São Paulo de Brasil,aunque ya habían sido editados varios capítulos con el mismo título: dos en 1953, con los Capítulos I y II (en junio y diciembre de ese año) y otro en 1954 (diciembre), con el Capítulo III, en la Revista de Antropología de esta misma universidad.

[11] Natalicio González (Villarrica 1897- México 1966) fue un dirigente político, escritor y periodista que llegó a ser presidente de Paraguay entre  1948 y 1949. Debido a su militancia política se dedicó también al periodismo y en varias ocasiones debió partir al exilio. Fue uno de los máximos líderes del Partido Colorado, al cual se afilió en 1908 y conformó su movimiento interno, el «Guión rojo», considerada el ala más derechista del Partido Colorado, influido por el fascismo italiano y el conservadurismo maurrasiano. Intelectual de importancia superlativa en su época, a su gran gestión cultural se le debe la edición de varios textos históricos clásicos como las memorias del Coronel Centurión. Así mismo la edición de la revista “Guarania” que desplegó una importante labor en la insular cultura paraguaya. Entre sus obras ensayísticas se destaca Proceso y formación de la cultura paraguaya (1940).


Bibliografía

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Un viaje de la memoria: sobre «Parajes» (2021) de Cristina Iglesia

Por: Karina Boiola

Imagen: edinudi-ph

Parajes (2021, Editorial Nudista), el último libro de relatos de la escritora, docente e investigadora Cristina Iglesia, puede leerse como si de un viaje se tratara, ya que invita a un recorrido por los lugares, los afectos y las lecturas que marcaron una vida. El libro se presenta el sábado 23 de abril de 2022 a las 18:30h en Caburé Libros (México 620, CABA), con lecturas de Claudia Torre y Loreley El Jaber.


Parajes (2021) es el tercer libro de relatos de Cristina Iglesia, luego de Corrientes (2010) y Justo Entonces (2014). Su autora es, además, investigadora especializada en literatura argentina del siglo XIX, publicó libros de crítica literaria, como La violencia del azar: ensayos sobre literatura argentina (2003) y Dobleces (2018), fue Profesora Titular Regular de Literatura Argentina en la Universidad de Buenos Aires y enseñó también en las universidades de Neuquén, Lille, Roma, Río de Janeiro, Nueva York, París, San Pablo y Nueva Orleans. Menciono estos datos –que se encuentran en una nota biográfica al final del libro– porque en las páginas de Parajes aparecen distintas inflexiones de la lectora, la investigadora y la docente que es también su autora.

Leer Parajes es como emprender un viaje: quien narra nos lleva a través de un viaje de la memoria, su memoria. Como se descubre en “Isleña”, el último relato del libro (aunque ya se intuye desde antes), en el caso de Parajes narradora y autora coinciden. Por lo que ese recorrido al que invita el libro atraviesa distintos lugares, épocas y recuerdos de su vida, desde la infancia hasta hace unos pocos años atrás, y nos deja entrever, además, algo de sus afectos: amistades y, sobre todo, la presencia de su padre, una figura que se evoca en más de un relato. Una voz distintiva une las escenas, percepciones y observaciones que allí se incluyen: la de una mujer que, ya sea recorriendo distintas ciudades del mundo o en la quietud del campo, en una fiesta que celebra al gauchito Gil, hablando por teléfono con alguien que vive en Nueva York o mirando a un hombre que lee un libro junto a un árbol, narra en primera persona lo que observa, escucha o siente: es una voz que repara en los detalles, que se detiene en ellos.

Los diecinueve relatos breves que componen el libro trazan un itinerario, pueden leerse en conjunto. Cada uno de ellos podría ser, como sugiere el título, un paraje, un lugar donde quien lee, como si de un viaje se tratara, puede detenerse para luego volver a emprender camino. No es casual que, en el relato con el que se abre el libro, “Fuegos”, la narradora mencione que podría haber descubierto un nuevo paraje –o tal vez uno antiguo que ahora le es visible, porque nada es seguro en el campo– del que nadie sabe bien su ubicación ni quiénes lo habitan. Allí, en la línea del horizonte, en el fin del paisaje, “en el fin exacto de mi mundo”, en sus palabras, la narradora distingue un paraje antes desconocido y se percata de que tal vez sus moradores vean por primera vez, como ella lo está haciendo en ese momento, las luces de la casa en donde se encuentra. Ella también podría ser, para otros, un descubrimiento y una sorpresa. Porque el paraje es, como lo son los recuerdos, un lugar donde detenerse, pero es además un espacio incierto, escurridizo, que no se puede asir del todo.

Con esa materia porosa trabaja Parajes: la escritura como un modo de conjurar la “angustia de buscar algo que uno sabe que si se pierde es casi imposible de recuperar”, una frase que la narradora dice a propósito de un disco de Doreen Ketchens que busca en “La mañana”, pero que podrían ser, también, los recuerdos, los fragmentos de una vida. Del silencio del campo al clarinete de Ketchens, de la casa en Barrack Streets, en Nueva Orleans, al departamento de Balvanera. En “La mañana”, los sonidos (o su ausencia) y la música disparan la evocación: encontrar el disco de Doreen, hacerlo sonar en la cocina de la casa en Buenos Aires y cruzar el puente que separa el barrio de Algier del resto de Nueva Orleans, el puente que separa el pasado del presente, es simultáneo.  

Doreen Ketchens tocando Summertime en Nueva Orleans.

Esa idea del viaje que propongo al respecto de Parajes no es azarosa: en el libro se cuentan, en principio, numerosos viajes de la autora por distintos lugares del mundo y de la Argentina. En esos recorridos, por lo demás, no solo hay anécdotas y episodios peculiares, sino que la narradora deja entrever en ellos, de manera sutil y precisa, las emociones que le despiertan esos viajes. “Un día alemán”, por ejemplo, relata una travesía académica atravesada por la tristeza. La narradora había llegado a Berlín, en mayo de 2004, para buscar el único ejemplar de La Plata, de Santiago Arcos –el corresponsal de Lucio Mansilla en Una excursión a los indios ranqueles– en el Instituto Iberoamericano de esa ciudad. Pero esa mañana, en la biblioteca, descubre que ese único ejemplar ya no existe, que se perdió en la guerra y que solo queda de él una ficha bibliográfica, que se conserva precisamente para resguardar la memoria del vacío dejado por la guerra, que refuerza la sensación de aquello que ya no está. En esa mañana fría para el otoño de Berlín, una ciudad a la que la narradora había llegado “buscando un lugar donde mi tristeza no le importe a nadie”, como dice allí, la persistencia del recuerdo de un libro irrecuperable le resulta conmovedora.  En “Más afuera”, también, el viaje está cruzado –o, más bien, imposibilitado– por la tristeza: la pena, después de varios intentos de comenzar la travesía, le impedía llegar a La Carlota, un lugar rodeado de montes, humedales y río. En ese espacio aislado del resto del mundo –de un mundo que, en 2011, cuando sucede el relato, padecía catástrofes naturales y conflictos bélicos–, la narradora intenta con una radio vieja hacerse de noticias del “afuera”, del “más allá” de las novedades locales. Cuando finalmente logra sintonizar una emisora de Asunción, no se le revelan noticias de Libia o de Japón, como esperaba, sino una súbita comprensión: reconocerse –a través del fastidio que le provocó escuchar que en la radio solo se ocupaban del “círculo obsesivo de las noticias lugareñas”– en la rabia y la frustración de su padre cuando, años atrás, le sucedía lo mismo al usar su enorme radio portátil.

Pero el viaje puede estar también contado desde el disfrute, como en “Coffee to go”. De la minuciosa descripción de la arena oscura de las playas volcánicas de Perissa, en Grecia –produce placer “meter las manos en esa arena oscura, empedregada, formada por minúsculas joyas brillantes”, nos dice–, la narradora pasa a relatar un curioso episodio que le sucedió en un café al paso en Sepolia, un barrio de Atenas. Allí, al pedir two coffees to go or to stay, se desata un pequeño revuelo cuando quien atiende el negocio no logra entender la indicación y debe llamar a un intérprete para que traduzca el pedido. De pronto, las dos mujeres que protagonizan el relato, luego de media hora de intercambios en un inglés griego y un inglés de la Cultural Inglesa de Corrientes, logran pedir sus cafés –ya fríos– y sus rosquillas, que no logran comer porque las invade un ataque de risa imparable. Y el viaje, también, se reconstruye a través de los detalles. En “Gatta egiziana”, la narradora, a diferencia de la mayoría de los turistas que visitan Roma, conoce la existencia de la pequeña gata oculta en una de las columnas del Palazzo Grazioli, imagina que ese animal es una diosa gatuna que vigiló el templo de Isis y que ahora está perdida en esa nueva ciudad y en este siglo, y descubre el tesoro escondido que dicen que la gata señala con su cabeza: los colores de la calle que resplandecen y se transforman en la tarde.  

Una modulación más del viaje: la migración. En “Locutorio”, la narradora se detiene en los rostros de las mujeres que hablan por teléfono, en un locutorio de La Rioja al 500, en Balvanera, con sus familiares en Bolivia o en Perú. Confiesa que ver aquellas escenas de melancolía le provoca la tentación de capturar, con su cámara, las “sonrisas tristes”, las “esperas detenidas” de esas personas que añoran sus afectos y su hogar, pero que se contiene, porque ella también, en el pasado, ha hablado por teléfono con su familia lejana y sabe cómo se sienten esas mujeres. La escritura, menos invasiva que la fotografía, recupera del olvido la sensación de nostalgia, de desarraigo que la narradora del relato ve en esos gestos y esas caras, en las que se reconoce.

Como anticipé, el recorrido que traza Parajes no es solo a través de lugares y geografías, sino que hay en él una travesía que atraviesa distintas temporalidades. “Horses” tal vez sea la historia del origen de este libro o, al menos, la narración de cómo la autora se inicia la escritura, ya que recupera el momento en que, a sus catorce años, se decide a escribir relatos sobre el mundo de las carreras de caballos. El acto de escribir, ya desde chica, estuvo marcado y motivado por la lectura: los cuentos de Sherwood Anderson serían el modelo de esas narraciones; su predilección por los caballos, por sobre cualquier otro animal doméstico, la marca distintiva de esa disposición temprana: “Cuando por fin escribiera mis relatos y fuera famosa”, escribe allí, “todos recordarían esa extraña predilección infantil”. Una chica que ya a los catorce años intuía que toda biografía de un escritor (o de una escritora, en su caso) recupera hasta los más nimios detalles de su vida, porque anticipan y hasta vaticinan su vocación literaria.

Si ese relato expone, además, que no siempre la vida y la literatura van de la mano –la narradora intentó escribir como Anderson, pero fracasó estrepitosamente, porque no era pobre ni estaba triste, como sus personajes–, “Nacer tarde” muestra el modo en que la literatura puede conmover, impactar en la vida. Allí, la poesía de Evgueni Evtuchenko le hace preguntarse a una joven narradora, como lo hacía el escritor ruso, si acaso no había nacido tarde para los sucesos relevantes de la historia. Para responderse, también como el poeta, que sí, que las cosas importantes se estaban acercando. “Las garzas” descubre, por el contrario, que la vida también irrumpe, a veces brutalmente, en la escritura, porque la violencia militar que allí se cuenta la interrumpe, la deja en suspenso: “Ese fue el último cuento que escribí en muchos años, aunque yo no lo supiera al terminarlo”, dice la narradora.

“Desembarco” termina así: “Decidí juntar, en un relato, la memoria de la quinta de naranjos y el mensaje indescifrable de la paloma perdida”. Esto es: el recuerdo de la quinta de naranjas que el padre de la narradora compró en las afueras de Corrientes, a la que llamó Normandía en honor a la pasión que esa operación bélica le despertaba; leer la noticia, en 2012, en Roma, del hallazgo, entre los escombros que había dejado un terremoto, de la pata de una paloma con un mensaje cifrado de la guerra; el descubrimiento de ese recorte periodístico, años más tarde, en un cajón perdido de su escritorio. Esa decisión de componer un relato a partir de recuerdos y evocaciones, de los descubrimientos fortuitos de la memoria y el azar, está presente en cada uno de los textos que componen Parajes: un libro que propone un viaje por los momentos de una vida y por las lecturas y los lugares que la marcaron.

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Adentro/afuera de la historia. Sobre las escritoras argentinas y los linajes literarios

Por: Graciela Batticuore

Imagen: Alexander Mann, Portrait of Helen Gow (detalle)

El siguiente texto fue leído en la presentación de Escritoras de entresiglos: un mapa trasatlántico. Autoría y redes literarias en la prensa argentina (1870-1910), de María Vicens, publicado en 2021 por la Universidad Nacional de Quilmes. Batticuore reflexiona sobre los aportes de este libro no solo para la crítica literaria, sino también para los grandes debates político-culturales de la actualidad: el feminismo y los estudios de género.


La escritura, la lectura, la prensa, los públicos, las genealogías, los viajes, las casas, la amistad entre mujeres. Sobre estas y otras cuestiones discurre el libro de María Vicens: Escritoras de entresiglos: un mapa trasatlántico (2021), publicado por la Universidad Nacional de Quilmes. El título sintetiza el argumento en una imagen sugerente que hace pensar también en barcos, en cartografías, en mujeres de distintas partes, en pasados que se suceden, compiten o se acercan, en movimientos y en posibles cambios, que tienen que ver con el andar de un siglo a otro, de un continente a otro recorriendo ciudades. El itinerario va de Madrid o de Lima a Buenos Aires, la ciudad moderna, cosmopolita y progresista por excelencia en esas décadas, con un pasado tan joven como para decidir recién los nombres que forjarán los clásicos literarios ante el mundo. Es en esa misma ciudad donde en los años 70 se editaba la Obra Completa de Esteban Echeverría o se reeditaba el Facundo de Sarmiento o se hacía popular el Martín Fierro en las campañas, aunque fuera ignorado por la elite letrada, al principio, pero encomiado por ella durante el Centenario. En esa misma Buenos Aires, nos cuenta María Vicens, se encontraron diversas camadas de escritoras que entablaron intensos diálogos a través de la prensa y probaron estrategias para ser leídas y reconocidas como autoras. Juntas trazaron redes de intercambios, practicaron “la sororidad” cuando esa palabra no existía aún en el diccionario. Juntas hicieron familia, podría decirse, ya que María habla en su ensayo de “madres literarias”, de “hermanas en las letras”, de “círculos de amistad” que las legitimaron.

Antes de avanzar quiero nombrarlas sumariamente, porque sobre ellas, sus escritos, sus libros y sus actuaciones públicas o privadas se enfoca este estudio crítico de María Vicens. Encabeza la lista Juana Manuela Gorriti, no porque haya sido la primera o la más importante sino, precisamente, porque fue considerada una “madre literaria” que cobijó, alentó y abrió caminos a las que vinieron después. Josefina Pelliza de Sagasta, Lola Larrosa de Ansaldo, Raymunda Torres y Quiroga, en diálogo con las peruanas Clorinda Matto de Turner, Mercedes Cabello, Margarita Práxedes Muñoz, Carolina Freyre de Jaimes, Teresa González de Fanning; también hay un grupo de españolas entre las que figuran Pilar Sinués de Marco, Emilia Serrano de Willson, Concepción Gimeno de Flaquer, Emilia Pardo Bazán; y más argentinas, modernas y profesionalizadas, como Ada Elflein, Carlota Garrido de Peña, Emma de la Barra (precursoras inmediatas de Alfonsina Storni, Herminia Brumana, Salvadora Medina Onrubia o Delfina Bunge, interlocutoras, a su vez, de una Gabriela Mistral o de Juana de Ibarbourou). Todas ellas conforman lo que muchas veces, en la complicidad de los diálogos con la autora, llamamos “el pelotón de las escritoras de entresiglos”. 

Ahora bien, ¿qué significó para todas estas mujeres escribir, abrirse un camino en la vida literaria? ¿Cómo conjugaron la maternidad, el amor y la familia con el deseo de hacerse leer, de opinar en público, de tener una voz, un tono, un estilo literario, una obra susceptible de ser publicada? ¿De qué estrategias o poses se valieron ellas para romper el cerco de las proscripciones, los prejuicios y mandatos de época que imponían un deber ser femenino? Muchas de las obras que analiza María Vicens en este estudio son desconocidas, incluso para la crítica contemporánea especializada en siglo XIX, por eso quiero señalar que el suyo es, entre otras cosas, un trabajo arqueológico que desentierra o desempolva los escritos olvidados de varias escritoras casi ignotas hasta hoy, que interactuaron intensamente con las más conocidas pero también con los autores de los grandes clásicos nacionales y con los críticos de su tiempo (desde Quesada o Groussac, hasta Rojas o Cané). Pero esto no impidió que ellas fueran reiteradamente excluidas del canon literario, sin que este hecho estuviera necesariamente mediado por una valoración estética o literaria de las obras, sino por una mera perspectiva de época que trazaba una línea divisoria tajante entre los sexos, dejando a las mujeres escritoras casi afuera de la Historia. O bien en un lugar subsidiario, decorativo y “apartado” del resto. Vicens plantea y aborda de lleno esta cuestión sobre el final del libro, haciendo referencia a una conocida decisión de Rojas en su Historia de la literatura argentina, publicada entre 1917-22, donde recorta un pequeño staff de escritoras que agrupa en un un único capítulo destinado a ellas, en el marco de una obra en cuatro tomos en la primera edición. Pero, además, Rojas no fue el único en adoptar esta postura, advierte Vicens, y señala que Manuel Gálvez usó el mismo criterio cuando decidió escribir sus memorias, a pesar de estar casado con una escritora exitosa como Delfina Bunge.

Vicens cita al autor en un capítulo de los Recuerdos de la vida literaria, titulado, precisamente, “Escritoras”, donde dice lo siguiente: “Yo las aparto en este capítulo por comodidad. Y porque, como trato de las generaciones a medida que van pasando, incluir a las mujeres en esos grupos sería como “sacarles la edad” y no quiero incurrir en la descortesía para con ellas, sin contar con su enojo”. María Vicens cita más extensamente este fragmento y comenta: “La alusión a la coquetería femenina remite los comentarios sobre sus colegas mujeres al mundo del flirt y la frivolidad, excluyéndolas de los debates del campo intelectual y de cualquier posibilidad de un análisis de igual a igual”. Estoy de acuerdo: apartar, agrupar, confinar, excluir, minorizar, son esas las operaciones de la crítica en el siglo XIX y el XX, cuando de las mujeres escritoras se trata.

Pero qué aportan estos ejemplos a las reflexiones actuales sobre el rumbo de la crítica o de la vida cultural, podemos preguntarnos. ¿Y para qué sirven los libros de crítica literaria? E, incluso, yendo un poco más lejos, ¿cómo se junta la crítica o la literatura misma con la vida? Esta clase de interrogantes me interesan y estoy segura de que a la autora del libro también, porque abren pensamientos que dan sentido real o espesor al mettier que llena gran parte de nuestros días, a tan solo dos décadas de haberse iniciado el siglo XXI, es decir a cien años de la emergencia de esas escritoras que estudió María Vicens. En otras palabras: ¿cómo es la vida promedio de las autoras de hoy, de las novelistas o de las críticas literarias o de las poetas que desean no solo escribir, sino publicar o ser reconocidas o llegar a tener alguna cuota de éxito en su carrera profesional? Y aclaro que uso adrede este término –éxito–, que también utiliza Vicens en su ensayo, para explicar cómo, entrado el siglo XX, las mujeres empezaron a reclamar no solo el derecho a escribir y a emanciparse, sino a profesionalizarse. O sea que pensaban concretamente en obtener un público y en ganar prestigio y reconocimiento. Para ese momento, dice María, “ser autora implica ser original, saber manejarse en el mercado editorial y, ante todo, tener éxito, más allá de los géneros y los públicos interpelados”. Es más, “para profesionalizarse, hay que tener varios (éxitos)”, subraya Vicens analizando el caso de la escritora Garrido de la Peña, autora de Corazón argentino, publicado en 1932.

Entonces yo vuelvo a mi pregunta: la vida de las escritoras actuales, ¿cómo es?, ¿están/estamos realmente tan lejos o tan ajenas de aquellas prerrogativas, angustias o anhelos de las mujeres de otros tiempos? ¿Será cierto que las mujeres modernas o modernísimas o posmodernas, por así llamarnos, vivimos emancipadas, superadas o exentas de esa clase de coerciones y padecimientos que desvelaron a las escritoras de entresiglos? En un rápido vuelo de imaginación veo pasar, como en una pantalla de cine, a las trabajadoras de hoy, algunas entregadas por completo a la profesión o a la militancia, pero otras escriben todavía junto a la cuna del hijo o de la hija. Veo también a las que preparan la vianda o miran las tareas del cole mientras contestan los mails o ponen a punto la última bibliografía. A las que escriben sobre el aborto o sobre el cuerpo, en el puerperio o en la crianza de los hijos o en la vejez de la madre. Veo pasar a las mujeres que escriben. Pienso que la maternidad no ha dejado de ser uno de los temas cruciales que afectan la vida de las literatas, tengan o no tengan hijos, sea esto por decisión propia o por derivas que impone la vida. Así que me concedo una mirada personal a la panorámica de la memoria y traigo una anécdota de un día o de un rato cualquiera, en diálogo con la autora de este libro.

Llamo por teléfono a María Vicens para intercambiar ideas sobre la Historia feminista de la literatura argentina que estamos coordinando juntas, en estos últimos años arduos que abrió la pandemia. Me entero de que Julita está con fiebre y María no durmió, pero trabaja en el rato de sueño matutino de la nena, a las seis y media o siete, por más cansada que esté. Yo no tuve mejor suerte anoche, aunque mi hijo es un adolescente que sale de casa a la mañana para ir a la escuela o se encierra en su dormitorio para las clases en Zoom, pero ayer tampoco dormimos porque él estuvo descompuesto. Hablo con María por teléfono a las siete de la mañana, nos lamentamos un poco juntas y pienso que somos como dos grandes actrices comprometidas con un público invisible. El show debe seguir y el trabajo continuar. Hay que salir a escena para trabajar, pero en casa, donde la vida doméstica se junta inevitablemente con los papeles y los libros. Leyendo el que hoy presentamos no puedo dejar de pensar en estas cosas, de preguntarme en voz alta qué significan, todavía, el hogar, lafamilia, el famoso cuarto propio, en el 2022. ¿Cómo escriben las mujeres que escriben, un siglo después de los tiempos que analiza María Vicens en este libro? Quizá deba aclarar que en la UBA o en el Conicet no hay oficinas particulares para docentes o investigadores; si el departamento familiar es reducido, tampoco hay cuarto propio en el domicilio, con suerte hay computadoras y un montón de ruidos en la casa o en la calle de una ciudad empobrecida por las malas políticas y la virulencia del capitalismo mundial. Pienso que no estamos finalmente tan alejadas de la suerte de las célebres hermanas Brönte en su sala de Yorkshire. Ni tan exentas de la gracia o las pequeñas desgracias cotidianas que aquejaron por ejemplo a Manuela Villarán de Plasencia, redactora de prensa y poetiza, en su desesperado anhelo de escribir y tener familia. Dejemos que ella lo diga a su manera, ya que la suya es una de las voces que María reivindica en este libro:

Venga la pluma, el tintero,
Y de papel un pedazo:
Es preciso que comience
A escribir hoy un mosaico,
Pero tocan. ¿Quién será?
Suelto el borrador y salgo
Es un necio que pregunta
Si aquí vive don Fulano.
Vuelvo a mi asiento y escribo
Tres renglones. Oigo el llanto
De mi última pequeñita
Que reclama mis cuidados
Acudo a tranquilizarla
Ay con la pluma en la mano; […]
Vuelvo a mi empezado escrito,
Voy medio el hilo tomando…
Me sorprende una visita,
A saludarla me paro,
Los papeles se me vuelan
Y se cae el diccionario.
Por supuesto que me olvido
De lo que estaba buscando […]
Cumplo, pues, con mis deberes
Más allá de lo mandado.
Mi conciencia está tranquila
A pesar de mis trabajos;
Pero esta vida, lectora,
Que ves a vuelo de pájaro
Es lo que yo considero
Un verdadero mosaico
.

No quise eludir la parte acaso más humana o más vivida, incluso personal y emocional, de este libro de María Vicens, porque entiendo que son este tipo de cosas las que animan los trazos de una buena investigación y definen el calor o la pasión de los libros. Lo personal es político, dice un viejo lema feminista. Pero lo personal se intercepta con lo colectivo, agregaría yo. Y el pasado con el presente, también, en un movimiento de ida y vuelta constante. Esta es nuestra ganancia y finalmente a esto quería llegar. Para decir que este libro que habla de un conjunto de mujeres que publicaron en la Argentina entre 1870 y 1910, poco más o menos, son fundamentales para seguir pensando en (y con) uno de los grandes debates político-culturales de la actualidad: el feminismo y los estudios de género, precisamente, que revolucionaron en los últimos tiempos la manera de concebir la vida de las mujeres y las disidencias en sociedad. Esta fuerza ha sido tan poderosa que tomó las calles, las pantallas, las conversaciones y los libros. También es una fuerza que modifica leyes, genera polémicas, interviene en la guerra y en la paz, pero no es un hecho completamente nuevo, aislado, que irrumpe recién ahora en la cultura o la política, sino una marea que viene haciendo su trabajo sigiloso a lo largo de las décadas y en el pasaje de los siglos. Sabemos o imaginamos que las escritoras de hoy en día son parte de una historia que parece haber comenzado con voces resonantes como las de Alfonsina Storni o las Ocampo, mujeres que supieron hacerse un lugar y conseguir un reconocimiento. Ellas suelen ser vistas como “las primeras”, pero el libro de María Vicens recuerda que no fueron las únicas, sino que hay otras precursoras que habían hecho lo suyo con tácticas (o tretas) menos confrontativas, que las nuevas generaciones de escritoras desecharon (las famosas “tretas del débil”, expresión que apunta a la genealogía de la crítica). Dice María Vicens sobre el final del libro: “Lejos de identificarse con sus precursoras y alimentar esa repercusión del pasado, las escritoras argentinas modernas establecen un hiato con sus antecesoras, a la vez lejanas e inmediatas, y miran a su alrededor y al futuro para afirmarse en la escena literaria de su tiempo […]. La escritora moderna abre otra etapa en la historia literaria de las mujeres argentinas, pautada por nuevos tópicos, prácticas, marchas y contramarchas”. El libro de María explica este desarrollo. También repone vacíos, desarticula otras tácticas de olvido de la crítica, recupera y visibiliza una tradición, y en ese movimiento hace un aporte fundamental a los estudios críticos venideros. Creo que depara, además, muchos otros libros y estudios prósperos: más antologías que recuperan la obra de escritoras, nuevos trabajos de investigación, biografías y narrativas varias sobre personajes femeninos del pasado. También abona el camino para fundar una historia crítico cultural y literaria más inclusiva, que integre el feminismo actual con el pasado y sea capaz de movilizar el canon: un ejercicio que es siempre saludable, vivificante y promisorio para la literatura por venir.