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La “comedia embustera” del desgobierno actual. Entrevista a José Miguel Wisnik

Por: João Cezar de Castro Rocha

Traducción: Juan Recchia Paez

Imagen: Sete de Setembro. Brava gente. Copacabana, 2022. @lolaferreira, para o @uolnoticias

En esta entrevista realizada para el libro Tudo por um triz: civilização ou barbárie (Kotter 2022), José Miguel Wisnik expone una crítica mordaz a las causas y consecuencias de la irresponsabilidad político institucional del desgobierno brasileño actual. El músico, escritor y crítico literario señala cómo la escalada y la legitimidad de la violencia provocó una jaguncização del ciudadano común nunca antes vista en la historia del país. Y, en este contexto, se pregunta por las oscuras correspondencias entre las obras literarias de João Guimarães Rosa, la poesía de Carlos Drummond de Andrade, la explotación minera sistemática y depredadora y los recientes asesinatos de Bruno Pereira y Dom Phillipisen el Amazonas brasileño.


El extractivismo salvaje fue objeto de estudio en tu libro Maquinación del mundo: Drummond y la minería. En el gobierno de Bolsonaro, esa práctica se convirtió en una verdadera política pública y devastó al país en su conjunto. ¿Cómo resistir tal arquitectura de la destrucción?

La devastación ambiental es un proceso de gran escala que se aceleró en el siglo XX en todo el mundo, socavó selvas, ríos, montañas, la atmósfera, numerosas especies vivas, la vida humana y su alcance holístico. Es una carrera por producir bienes, impulsada por los dispositivos de prospección, explotación y extracción que han convertido al mundo entero en un gran acopio y en una planta de construcción volcada y afectada por estas operaciones, como si el planeta pudiera utilizarse de manera indiscriminada y luego desecharse.

En Brasil, la extracción de minerales tiene, históricamente, un carácter emblemático. El rico tesoro de bienes materiales e inmateriales de Minas Gerais fue ocupado y devastado, durante décadas, por una minería voraz y depredadora en la base. Esta ocupación depredadora se ha dado tradicionalmente con la instalación de dispositivos de extracción que, garantizados por expedientes de manipulación, sirvieron siempre para disolver, desactivar y disuadir resistencias, reivindicaciones de seguridad, garantías necesarias y la discusión de contrapartes. Desde hace más de 60 años, el poeta Carlos Drummond de Andrade denunció, hasta el hartazgo, el carácter deletéreo de esta intervención y la “comedia embustera” que la acompañaba, siempre que se pretendía cuestionarla. Es esta larga historia de prácticas sistemáticas de oportunismo, impulsada por la optimización de las ganancias y por una mezcla explosiva de ceguera con mala fe, lo que desembocó en las catástrofes de Mariana y Brumadinho. Un crimen socioambiental cuyos procedimientos reparatorios y punitivos, a lo largo de los años, sufren los mismos efectos retardadores de una tragedia embustera (más que de la comedia) a los que se refería el poeta.

Este escenario, correspondiente a una economía de saqueo e históricamente establecido según la lógica empresarial capitalista, se profundiza y agudiza en el desgobierno actual. En primer plano, se pregona y promueve la flexibilización de las licencias ambientales, junto con la franca descalificación del tema ecológico y la paralización de los órganos de fiscalización.

Se trata de una adopción ostensible, ya sin el impedimento de la ley, de prácticas nefastas que ya existen extraoficialmente, y que se naturalizan no passar da boiadai, según la conocida expresión del ex ministro de Medio Ambiente, Ricardo Salles. Más que eso, el presidente de la desrepública insta a la acción directa y sin mediaciones, a la explotación de la selva, al ataque a los territorios indígenas, por parte de todos los usureros dispuestos a saquear para beneficio propio, sin otro proyecto que no sea el destructivo: madereros, mineros y pescadores ilegales, con sus métodos violentos. En suma, promueve, bajo un espíritu mafioso, la convergencia de la gran máquina capitalista con las más crudas modalidades del interés privado.

La extrema derecha ha ganado elecciones en todo el mundo mediante una implacable guerra cultural. ¿Cómo puede reaccionar el campo progresista ante este movimiento que, cuando llega al poder, declara la guerra contra su propia cultura?

Limitando el tema, por falta de espacio, al foco brasileño, es importante aclarar que el presidente de la desrepública implosiona programática y sistemáticamente el principio de responsabilidad, lo que torna esa embestida en una operación paralela a su ataque a las culturas científicas, jurídicas y artísticas. Las dos cosas están relacionadas: el establecimiento del imperio de la irresponsabilidad promueve y, al mismo tiempo, exige la guerra contra la cultura. Porque la vida cultural presupone límites y supone expansión, reconocimiento del otro y apertura frente al otro. Ser responsable, a su vez, significa literalmente responder por lo que se hace y por lo que se dice, soportando la carga de confrontar pruebas y contrapruebas y de sustentar los actos con hechos.

Durante todo su desgobierno, el presidente asaltó la vida pública brasileña disparando declaraciones insostenibles que se disipan en el aire y son sustituidas por la próxima manifestación oportunista. Estas van desde negar el alcance letal del Covid hasta imputar fraude al sistema electoral electrónico; desde la panacea de la cloroquina hasta la descalificación de las evidencias sobre la deforestación en el Amazonas. Sobre el padre del presidente de la OAB (Orden de los Abogados defensores del Brasil) dijo que no fue asesinado por el régimen militar, sino en el contexto de otra circunstancia que él deja abierta como una insinuación, sin ofrecer ningún dato aclaratorio o comprobatorio (“Si querés, te puedo decir cómo murió”, dice, sin decir nada aunque se lo habían pedido). Vocaliza calumnias contra la periodista Patricia Campos Mello, embadurnándose de chistes sexistas y negándose, como siempre, a responsabilizarse de lo que dijo (es muy importante señalar que, en este caso, fue condenado judicialmente).

Apoyadoras do presidente exhiben cartel antidemocrático en acto del 7 de septiembre, foto Walder Galvao /g1

Es una pérdida de tiempo reaccionar con sorpresa y espanto ante cada una de estas atrocidades. Además de alimentar seguidores, quieren distraer y correr el eje del debate público. Lo más importante en este punto es ir al grano: el presidente de la desrepública instaura un estado de irresponsabilidad personal e institucional que apunta a su espuria y total inimputabilidad autocrática. La PGR (Procuraduria General de la República), cuya función como organismo del Estado sería precisamente la de exigirle cuentas, ha cumplido su función de velar por el esquema de la irresponsabilidad. Lo que hace que sus acciones abusivas se escurran por el desagüe de los indiferenciados, como sucede con la neutralización del trabajo de la CPI (Comisión de Investigación Parlamentaria del Senado) del Covid.

Nos acercamos al meollo de la cuestión: el principio de responsabilidad, como condición para el funcionamiento de la vida pública, prevé que todo esté sujeto, cuando sea necesario, a la correspondiente valoración posterior, al tamiz de un después. El compromiso con un después es una instancia fundamental de los ámbitos científicos y jurídicos, capaces de someter los hechos y versiones a la investigación, al examen y la recopilación y cotejo de datos y pruebas. No es casualidad que el universo de desinformación irresponsable, con el que el presidente se complace, anule la ciencia y atente contra el orden jurídico, arrinconándolos. Ni siquiera hablemos de arte. Él pretende vivir en un estado de instantaneidad virulenta y sin un después.

El hecho nuevo es que ahora estamos a cuatro años después de su elección. No es posible ocultar, con la misma caradurez, el peso de las acciones y sus consecuencias. La carga del desgobierno va acompañada de un desgaste retórico. Por eso mismo, tiene que aferrarse a la última ficción de su facción: el ataque a la votación electrónica. Y como, en la lógica de las fake news, los tiros falsos no son meros tiros de fogueo, sino que van acompañados de tiros reales, se anuncia el desenlace diseñado para aquellos que no parecen ver otra salida. Es el momento en que sectores de la adormecida sociedad civil dan muestras de haber llegado a un límite y esbozan signos de repudio al imperio del desgobierno irresponsable y criminal. Es crucial dar límites al irresponsable que pretende no tenerlos, con la movilización de todas las fuerzas que perciban, como mínimo, el daño generalizado que provoca la disfunción entrópica del desgobierno.

A tiempo: la guerra contra la cultura debe ser vista como una afirmación, al revés, del inequívoco poder político de la cultura, del arte, de la ciencia y de su papel crucial para enfrentar la escalada de la extrema derecha. Al respecto, traigo aquí un caso para reflexionar. Un hombre blanco, que trabaja como jardinero, me envía un video de Brasil Paraleloii que contiene una interpretación conservadora de Brasil. No se trata de fake news, en este caso, sino de la construcción de una visión de la historia brasileña determinada por la perspectiva del Partido Conservador. La monarquía es vista como unificadora, alguien que trabaja por la cohesión del país y promueve la abolición pacífica, que habría tenido el poder de resolver la división social brasileña. El obrero parece convencido, por lo que vio allí, de que el clamor por los derechos de los negros y que la necesidad de una nueva abolición no es más que una perturbación del orden nacional motivado por el olvido de la historia del conservadurismo. El video tiene impacto y poder persuasivo. ¿No le hace falta al campo progresista, pregunto yo, una acción correspondiente en las redes sociales, en un lenguaje directo, amplio y comprensivo, sobre las líneas de interpretación de Brasil, que muestre, por ejemplo, cómo los esclavizados y sus descendientes fueron históricamente abandonados sin ningún proyecto inclusivo y arrojados a su propia suerte en los bordes incinerados de la vida-muerte brasileña?

¿Cómo analiza la importancia de las elecciones de octubre de 2022 para el futuro de Brasil?

Todo el futuro y el pasado de Brasil se juegan y se enfrentan en las elecciones de octubre de 2022. Lo que vivimos hoy es una demostración casi increíble de que el pasado esclavista, sus métodos de exclusión, sus formas de crueldad, en lo que tienen de profundas y estructurales, están ahí y listas para recurrir a la violencia inherente a ellas. Esta estructuración sádica goza, además, de la afrenta al valor universal de los derechos humanos, contra los que siempre ha prevalecido.

También es flagrante el retorno actual de estructuras conocidas y reconociblemente “arcaicas”, como es el caso del caciquismo patriarcal y su brazo armado, el jagunçagemiii. Es sabido que en Brasil el mundo de la propiedad rural no pasaba por el arbitraje de la ley, sino que funcionaba tradicionalmente según una cruel “costumbre”, la regla de alianza y de venganza llevada a cabo por bandas armadas comprometidas con sus patrones. Lo que hizo y hace de la violencia armada, lejos de ser un monopolio del Estado y de la regulación por un ordenamiento jurídico, un componente íntimo e inalienable de un orden impregnado de desorden.

Si la esclavitud, el caciquismo y el jagunçagem parecían mínimamente superados en la historia de la sociedad brasileña, he aquí, que exponen la perversa actualización de sus fundamentos en una escala total en la que el desgobierno federal erosiona el estado de derecho, asume incuestionablemente el tono miliciano y convoca a las pandillas a armarse, en una propuesta extrema de jaguncização del ciudadano común, más allá de la jaguncização virtual de las redes sociales. El sertão se convierte en un mundo urbano; el mundo urbano, el de los expedientes flexibles y notariales contrarios a la ley, se convierte en sertãoiv. Sin dejar cabos sueltos, el congreso nacional gobernado por el centrãov presta a este atentado un simulacro de normalidad.

Por eso, las elecciones de 2022 confrontan forzadamente el futuro de Brasil con su pasado, en un ajuste de cuentas que solo será terrible si prevalece la ley sin ley del jagunçagem bolsonarizado. Esta debe ser debidamente enmarcada como una aberración fraudulenta, como una anomalía que, aunque esté enraizada en una historia social antiquísima, nunca dio un paso efectivo más allá de sus deformidades originales, las cuales estamos desafiados a atravesar y superar en este momento. Queda por ver con qué fuerzas.

Todo eso le da una extraña actualidad a esta colosal obra literaria que es Grande sertão: veredas, en la que todo Brasil es mirado a través del lente literario de la realidad jagunça. En cierto momento del libro, en el episodio del juicio de Zé Bebelo, el mundo sin ley del sertão vive un esbozo de fundación de su propio ordenamiento jurídico, que respeta al enemigo capturado, discute el sentido de la justicia en asamblea, niega una justicia sumaria y da voz a todos los participantes. El regente de este gesto político y civilizatorio es el jefe Joca Ramiro, que será asesinado, sin embargo, por esa misma causa, por obra de Hermógenes (que posee la voluptuosidad de violencia) y Ricardão (que actúa según la eficiencia calculadora de los intereses terratenientes).

Considerando con libertad el simbolismo de la ficción, más allá de toda literalidad, no me parece impropio ni exagerado decir que el desgobierno actual instala, en el corazón del poder, una correspondencia con el sistema de alianzas entre Hermógenes y Ricardão. Y que, entre los muchos asesinatos que hemos presenciado, todos ellos conmovedores y repugnantes, inflados por el aliento necropolítico que emana de la desrepública, podemos ver el doble asesinato de Bruno Pereira y Dom Phillipis como un correlato, en otros términos, del asesinato de Joca Ramiro, arraigado en nuestra vida presente. No porque ellos se identifiquen con la figura de un jefe jagunço terrateniente y mesiánico, sino porque representan la figura del profesional casi anónimo que busca, en condiciones adversas, ejercer las bases de otro modelo de relaciones en defensa de las poblaciones amenazadas, de la sabiduría de la selva, del trabajo y de la gracia de la vida (contra aquellos saqueadores ilegales de los que hablábamos al principio).

Si son derrotados en las elecciones, las fuerzas oscuras tienen derecho al jus esperneandi, al llanto y al crujir de dientes, pero no a la intervención golpista y a los espasmos armados. La sociedad brasileña tiene que decir a qué vino y no dejarse caer en ese abismo, poniendo a prueba la audaz frase del pensador portugués Agostinho da Silva: “El futuro de Brasil es tan grande que no hay abismo donde quepa”.

Centro de São Paulo durante la #CaminhadaPelaEsperança #Democracia #Paz Fotos: @midianinja

i En abril del 2020, esta expresión fue utilizada por el ex Ministro de Medio Ambiente para referir a una actualización de las normas de control ministerial cuyo propósito fomentaba la flexibilización de los entes estatales para el avance del agronegocio. (Nota del traductor)

ii Empresa brasileña fundada en 2016, en Porto Alegre, que produce documentales históricamente revisionistas y conservadores sobre política, historia y actualidad. (Nota del traductor)

iii El término “jagunço” fue acuñado, en primer lugar, por el libro Os Sertoes (1902) de Euclides da Cunha para referir peyorativamente al séquito armado de Antonio Conselheiro que combatió contra la Primera República en la guerra de Canudos (1897, Bahía). Posteriormente, el término se utilizó también para referir a las facciones armadas que trabajan, en esquemas mafiosos y privados, en su mayoría para los intereses de los terratenientes y políticos de las zona rurales e interior del país. (Nota del traductor)

iv El concepto sertão además de referir a una zona geográfica del nordeste brasileño, posee una carga cultural muy importante en la definición nacional del Brasil. La metáfora del “sertão que se transforma” tiene una larga tradición dentro de la literatura y cultura brasileña. En ella descansa buena parte de la configuración de un imaginario regional donde el espacio de la seca, de lo pasado, de la barbarie, de lo atávico se transfigura y suele expandirse en horizontes nunca antes previstos, como el caso urbano que señala el autor. (Nota del traductor)

v La palabra refiere al ala política conservadora que sostiene las mayorías en las cámaras parlamentares en Brasilia. (Nota del traductor)


«La vida dormida», entrevista con Natalia Labaké

Por: Tomás Remón

La cineasta Natalia Labaké estrenó La vida dormida, su primer largometraje: Una película-documental realizada con material de archivo familiar contrapuesto con escenas filmadas por ella misma. La película se proyectó en el cine del MALBA, en el Gaumont y continúa en exhibición en salas y Centros Culturales.


Es diciembre en Buenos Aires. El calor característico de esta época contrasta fuertemente con el frío artificial que ambienta el cine del Malba. Estoy esperando que empiece una película sobre la que ya construí un imaginario mental basado en las entrevistas que leí. Natalia Labaké, su directora, no está presente en la proyección por primera vez desde que se estrenó allí. Se dibuja sobre la pantalla la oración que da inicio a la película/documental, una cita de Isabel Perón que conozco por haberla leído varias veces en las notas. De eso vamos a una cámara VHS que filma escenas de una vida casera; primero para depositarnos, luego en un acto peronista que tiene como protagonista a un Juan Labaké joven. Al borde del escenario y aferrado al micrófono, nos dice que Perón conoció “en el exilio a otra mujer extraordinaria porque Dios da, para cada ocasión, la ayuda que el hombre necesita. Ahora necesitaba una dulce joven, que lo quisiera y lo amara como los hombres maduros en el exilio necesitan que una mujer los ame: con entrega total y en silencio”.

A partir de ese cachetazo inicial se desarrolla esta película/documental que nos regala veinte minutos de los ‘90 filmados por María Haydée Alberto Cadario, la abuela de Natalia y esposa de Juan Labaké, político peronista de larga trayectoria, muy vinculado con el menemismo, abogado de Isabel Perón primero y de Zulema Yoma años más tarde. Estas piezas de archivo en VHS que van desde actos proselitistas hasta playas en Punta del Este terminan su monólogo cuando aparece la cámara de alta definición en la mano de Natalia, que retrata la resaca familiar después de esa década tan particular.

Cuando el clima estival de la noche porteña nos abraza a la salida de este mítico museo y nos seca las lágrimas derramadas tengo tantas preguntas anotadas que no me puedo imaginar cuanto tiempo me va a llevar la entrevista programada. Unas semanas más tarde, mientras Natalia invita la merienda compartida, ella tiene la misma inquietud. “Te quería invitar porque me parece regeneroso que hayas venido acá desde tan lejos”, me dice, “y sobre todo por el trabajo de transcripción que vas a tener”.

Lo que leí de las entrevistas realizadas, entendés muy bien lo que hiciste. Me parece que está muy bueno porque tiene una complejidad particular. No tiene una trama definida. Frente a un relato tan claro como podía ser el de cierto peronismo de derecha patriarcal, oponerle otro exposición de voz en off era combatirlo con las mismas herramientas. Es una de las cosas más interesantes de la película, que no tiene narrador, no tiene voz en off; eso hace que la trama no esté definida, es muy difícil definirla en un inicio-nudo-desenlace y, sin embargo es súper cautivante, te atrapa todo el tiempo.

Claro, sí. Pero no diría que no hay una voz narradora, lo que sucede es que a diferencia de la mayoría de los documentales en primera persona que ordenan el relato a través de una voz en off del tipo ensayística, esta película se vale de la cámara y el montaje. Me parece que el yo está, pero un poco más solapado, menos directo. La cámara es parte de la familia, entonces se deduce naturalmente que hay alguien ahí observando. Y, más allá del punto de vista de la cámara, hay también una construcción del yo que se percibe desde el montaje, que tiene un estilo muy marcado creo. Eso por un lado; después, me parece que las decisiones estéticas van de la mano de cómo sos en la vida. Suelo ser muy respetuosa de las imágenes ajenas, también de las propias, y me cuesta sobreimprimirles una opinión, porque creo en ellas, en lo que tienen para decir en su propio idioma.

Sí me interesaba esto de tener otra modulación, quería hacer escenas, construir ficción. Me pasa con las películas con las que me siento incómoda cuando ya sé hacia dónde van. Me gusta que las películas sean como mapas, o constelaciones, que puedas por momentos sentirte un poco perdida, como en un terreno desconocido al que te aventurás.

Esto también sucede en el proceso de hacerla, porque implica que hay una búsqueda y un proceso sobre materiales atravesados por experiencias de otrxs y algunos que de tan cercanos te cuestan también y a veces estás como medio a ciegas. ¿Qué son todas estas imágenes? ¿Todos estos sonidos? A veces no tenés muy en claro qué es lo que estás haciendo. Van apareciendo los personajes, los conflictos, la palabra ajena. Y, en ese sentido, hay un lugar de la escucha que para mí es importante. Porque te obliga a invertir la lógica de poder que se establece entre quién filma y quien es filmadx. Pasás de creer que estás dirigiendo a que te dirijan lxs demás. Es como un pasaje de mando: estás frente a una voluntad que es otra, y vos viendo cómo haces para trabajar con eso, y ahí se conforma algo especial, único e intransferible.

Por ejemplo, las decisiones de puesta en escena al comienzo eran muy difíciles porque no tenía muy en claro cuál era mi posicionamiento frente a lo que estaba registrando, era como un entender en el momento. Entonces, hay algunas escenas que son un poco más inocentes, menos “opinadas” pero hay otras que tienen un posicionamiento mucho más marcado, como por ejemplo la primera escena del presente. Toda esa primera secuencia, que es sobre Haydée, fue la última que filmé. La puesta en escena es más intencionada; los cuerpos de los hombres están fragmentados, la cámara no se va de ella, y el resto está en segundo plano.

Es gracioso; hay algo del tiempo cronológico, de cómo una piensa la historia, de los efectos de la memoria, el pasado, el futuro y el presente que están completamente superpuestos, y eso hace que no haya una progresión hacia algún lugar demasiado definido. Eso se siente en el relato. Y ahí es donde la estructura hace hablar a la película. Porque, al no tener voz en off, la estructura por personajes se vuelve lo más fundamental, porque funciona como una guía muy clara que ordena la mirada de lxs espectadores. Cambia el personaje, cambia el punto de vista, pero el conflicto es el mismo, y el drama entonces crece por acumulación.

El drama, o la tragedia, es que haya en la familia un lugar que la mujer no puede ocupar. El lugar de decir cosas, y que ese decir algo sea tomado en serio, como una verdad, aunque sea relativa, pero como algo que tiene un valor. En ese sentido, creo que es como el peronismo: se lo puede entender a partir de cómo circula la voz y la escucha, y en cómo no.

Lo que importa en eso es la relación, tratar de ver y pensar el síntoma: las mujeres en La vida dormida están medio sonámbulas, perdieron la memoria, perdieron el sentido en sus vidas, o nunca lo tuvieron, o creen que un hombre las va a salvar, etc. Y encontrar en el pasado algo de ese síntoma, pensar que quizás la respuesta a los problemas del presente esté atrás, y a la vez constatar que no es muy claro el lugar donde empieza esa angustia ni donde termina, la sensación de que una podría llegar a irse hacia atrás infinitamente y nunca encontrar el origen.

Me gustó eso que decís de poder ver el síntoma en el presente y buscar algo que te dé un indicio de cuál puede haber sido un origen o una semilla de eso en el pasado. No lo había pensado. Recién dijiste lo de los capítulos, vi que armaste un Excel para armar la película. ¿Para vos está dividida en capítulos?

Sí, porque es una estructura por personajes que ideó Anita Remón, la montajista. Se pueden llamar capítulos o secuencias. Como además de directora soy montajista, gran parte del proceso lo hice sola, y cuando tuve un corte de la película con los personajes ya definidos y con ciertas tensiones resueltas, delegué el trabajo de montaje a Anita. Y ella, como es muy capaz en lo que hace, entendió enseguida el espíritu de la película y potenció esas relaciones, intensificó un tono, construyó muy bien el arco dramático de los personajes. Trabajamos juntas, pero otra vez la sensación por momentos era que ella me dirigía a mí. Es hermoso cuando pasa eso, podés descansar un poco de vos misma. 

Igualmente fue difícil encontrar el balance justo, tuvimos que dejar afuera muchas escenas muy potentes para equilibrar la potencia de los personajes y democratizar el valor de cada secuencia. Todo es importante y todo lo que está en la película tiene un por qué. De hecho no hay escenas de transición. Digamos que el sentido de cada escena está muy condensado. Esto también genera un efecto claustrofóbico que me gusta mucho.

También siento que trabajas con circularidades y contrastes: elementos que aparecen en un momento determinado y luego se conectan con otra escena que aparece más tarde y figuras que se contraponen.

Había pensado acerca de la figura de Isabel y de Evita, dos figuras que se contraponen muy fuertemente, sobre todo en una de las temáticas principales de la película que es el rol de la mujer en el Movimiento Peronista en general. Y lo conecto con lo de la circularidad, porque la película empieza con la escena en la que tu abuelo habla de Isabel como la “otra mujer extraordinaria” que Perón necesitaba pero que esta, a diferencia de Evita, lo acompaña “con entrega total y en silencio”. Y Evita aparece en la anteúltima escena, en ese material de archivo, ese acto donde además a tu abuela le entregan un premio por acompañar a tu abuelo como candidato.

Es tremendo ese plano de Evita, lo pensé mucho. Como que dije: “Qué significa este plano acá”, ¿no? Porque puede ser muchas cosas. Por un lado la militante pseudo feminista que habla en nombre de la mística del partido, con una modulación de la voz tan en línea con la forma de expresarse de Evita pero, a la vez, enmarcada en un acto súper demagógico, en un partido conservador, hablándole a una pseudomultitud con banderas que mezclan todo con todo: Menem, la JP, Perón, Evita y Labaké. Y lo de la entrega total y en silencio… Hay algo de la entrega total y en silencio que es fascinante, porque es como darlo todo, entregarse a una causa “con entrega total y en silencio” es estar ahí, bancar, resistir. Es un acto de altruismo muy grande. Como imagen puede ser muy romántica, pero te arruina la vida. Esto es lo trágico. Cuando vi por primera vez esta escena se me hizo un nudo en el pecho, me dije “ahora entiendo todo, mi sufrimiento es esta frase, no estoy loca, todo esto tiene sentido, viene de acá, es esto”.

Sentados sobre una mesa en el centro del mítico Café Rivas, en San Telmo, las palabras que acaba de pronunciar Natalia me permiten ingresar al costado más íntimo de la película. Los hechos filmados son parte de la realidad, pero ¿habrá también ficción en ellos? ¿Por qué decidió mostrarlos así? Y ¿cuál habrá sido la reacción de la familia al respecto?

En numerosas tradiciones humanas, compartir una comida representa tácitamente un pacto de lealtad, de unión, de confianza. Las medialunas con jamón y queso acompañadas por una limonada serán entonces la llave para abrir estas puertas. Al transcribir sonrío escuchando el ruido de platos: presagian que lo mejor está por venir.

Hablaste de esa primera escena con la cámara del presente. En esa primera escena lo primero que hacen es hablar de medicamentos, y eso es algo que me llama la atención que nadie te haya preguntado, porque es algo que atraviesa toda la película en silencio.

Bueno, vos hablabas de la trama. La película empezó su génesis en pensar ese síntoma de mi tía, porque es algo que la atraviesa en el cuerpo. Tiene que tomar 30 pastillas por día, es un delirio. Además —esto no lo cuenta la película— la mal diagnosticaron: cuando era joven le dieron mil cosas sin tener idea de qué tenía. Había una cosa de estigmatización por parte de la familia respecto de “está enferma, no sabemos qué hacer”. Es epilepsia. Tengo dos amigas que la tienen y sus vidas no tienen nada que ver con esto. Básicamente no sabían qué hacer con la enfermedad, y se ocuparon de victimizarla y negarle cualquier deseo en sociedad, desde estudiar, salir a bailar, tener hijxs incluso. Entonces, para una familia en la que ser mujer es casarse y traer niñxs al mundo, ser acompañante de un hombre… Imaginate con cuántos estigmas tuvo que lidiar. 

Siempre me pareció una locura la cantidad de pastillas que ingiere. Había una escena antes, que la sacamos, que era el momento en el que cuentan las pastillas y las organizan por día. Todos los viernes hacían eso con mi abuela, mi abuela falleció pero hacían eso: sobre una mesa ponían todas las pastillas de todos los colores e iban contando “lunes, martes, miércoles”, y eran 30 por día, ¡¿entendés?! Ese trabajo les llevaba dos horas. Y recuerdo haber pensado, “esto es una locura, es una locura”.

Me pareció muy fuerte lo de las pastillas, una burocracia del cuidado. Por otro lado, siempre la que se ocupó de ella fue Haydée, mi abuela: además de ser la remisera de su marido, la que lo llevaba y traía, la que le corregía los libros, la que le sacó fotos de campaña, registró su vida en video, hasta estudió las mismas carreras que él para tener de qué hablar en los almuerzos y cenas, además de todo esto, se ocupó de cuidar a Bibi.

Pero, ¿sentís que hay algo de la cantidad de medicamentos que toma que tienen que ver con los cortocircuitos, cómo le cuesta el tema de la memoria y todo eso?

Claro, totalmente. Porque es una droga disociativa. La epilepsia hace que entre las neuronas se produzcan cortocircuitos y te llegue mal la información. A mí me parecía curioso que fuese justamente una enfermedad que ataca al lenguaje, a la palabra. Que la cura a la enfermedad sea hablar lento, hablar cortado, no terminar una frase; eso de lo incompleto y de lo frágil también de una oración. Me parecía muy fuerte porque para mí las enfermedades que tenés y las cosas que te pasan por el cuerpo son sintomáticas de otra cosa y no te pasan como sujeto aislado.

Y en este caso me parece que Bibi es como una especie de chivo expiatorio, atravesado por eso perverso y podrido en la familia que es esa forma de ejercer violencia desde la palabra, y por eso no me parece menor o raro que Bibi justamente tenga problemas para hablar.

Siento que hay en la familia un lugar que la mujer no puede ocupar. El lugar de decir cosas, y que ese decir algo sea tomado en serio, como una verdad, aunque sea relativa, pero como algo que tiene un valor. Entonces el que habla siempre es mi abuelo, sus verdades siempre son máximas y eso se reproduce también en todos los hombres de la familia. Las mujeres que pueden hablar son muy pocas, porque son muy desfachatadas o porque están en ese plano del histrionismo. Mi abuela filmando era tomada como “ah, está pelotudeando con la cámara” y sin embargo construye un relato que no es necesariamente desde la voz, pero todas esas imágenes están diciendo cosas.

Eso me parecía también interesante para entender por qué yo filmo, porque haciendo la película en alguna medida entendí que yo era también una continuación y un corte de eso. Podría decir que la película me sirvió para entender de qué relatos, de qué ficciones políticas estaban hechas las relaciones familiares, las lógicas de poder dentro de la familia. El peronismo de derecha que es un peronismo sin mayorías. Y hay familias de derecha, que se relacionan con formas de derecha. Eso está muy cerca de la moral, del catolicismo básico. Yo creo que así como hay otro peronismo, hay otras maneras de relacionarse familiarmente. La película quizá intente poner eso en juego.

¿Para vos tu abuela filma como una forma de decir cosas? ¿Ese es su canal de expresión?

Como una forma de estar en el mundo y de tener de alguna manera un poder, algo que decir, un cauce. ¿Cómo le das sentido a la realidad que vivís cuando esa realidad te excluye? Esa es la pregunta. Hay algo que mi abuela encuentra. La cámara fue su forma de estar presente. Una mediación, un filtro también.

¿Y vos sentís que sos una continuidad porque usas la filmación como una manera de decir algunas cosas? En un mundo donde la palabra ya está copada, no se puede hablar a través de ella y entonces se habla a través de las imágenes, ¿una cosa así?

Claro. Intervenir en una lógica en la que nadie te está invitando a decir una palabra, que cuando hablas te callan, te ningunean o tenés que gritar para que te escuchen. Es un síntoma que veo y me preocupa porque digo: ¿cómo hago para enunciar mi deseo, para afirmarme en el mundo, cuando para hacer eso, para estar empoderada —esa premisa que tenemos las feministas (hay muchos feminismos igual)— es clausurante también? En el sentido de que para afirmarte tenés que hacerlo desde el lugar que es el que tanto daño nos produjo durante tantos siglos, y que tiene que ver con imponer poder desde la palabra.

Para mí hay algo de la imposición sobre un otro que justamente es lo que el feminismo está pensando. Que las formas de gobernar o de convivir no sean pasar por encima de otro. Pero creo que hay algo falso a veces en esto de democratizar las voces, que es que lejos de existir un diálogo entre dos o más personas lo que hay es un monólogo por turnos: yo digo mis verdades, vos decís las tuyas, y todxs tranquilxs. Pero nos resulta difícil generar un cruce. Incluso empatizar es algo que se nos vuelve cada vez más difícil.

Hay algo que simbolizás muy bien en Haydée: Me parece que ella representa un lugar contradictorio, que sufriendo su papel en algunos aspectos también se la ve a gusto y aparece como reproductora de ese rol.

Sí, porque eso tiene que ver con que hay mujeres que por más que sufran no quieren perder su lugar de privilegio. Es también un problema de clase. Así como existe la conciencia de clase existe la conciencia de género, y ella nunca entendió o nunca quiso ver que por ser mujer no podía expresar o desarrollar todas sus virtudes como sí podía hacerlo su marido. Ella para mí es una cineasta nata, se le daba bien cualquier arte, tuvo el don, pero desde mi perspectiva creo que le faltó la conciencia de género.

¿Y nunca hizo nada con lo que filmó?

No, y pintaba y tocaba el piano y filmaba y hacía montaje en cámara y tenía total idea de cómo se construye una escena, porque toda la primera escena de la película, que es ella filmándose, que deja la cámara ahí y entra a cuadro y dice “vamos a la casa de la señora de Perón” y sale de cuadro por izquierda, entra por derecha, corta, vuelve a entrar por derecha, se sienta… Hace toda una puesta en escena para filmarse a ella misma en un momento que ella considera relevante y con una conciencia del lenguaje cinematográfico que no se de dónde sacó.

Para el resto de la familia, a esa actividad de filmar la tomaban como un pasatiempo banal, una estupidez, algo como “las mujeres divirtiéndose con la camarita”. Me importaba poner esas virtudes a la hora de construir su personaje, porque lo que me interesaba era que la construcción esté dada por su propia forma, que se pueda autoexplicar. Que no me sirva de justificación o de ilustración de lo que yo creo que es mi abuela, sino que a través de cómo ella mira el mundo podamos construir una identidad de época y de personaje.

En cambio Bibi está incluida y excluida a la vez. Nunca dejó de pertenecer a la familia, pero siempre la marginaron, nunca la presentaron en sociedad. Hay toda una cuestión de problemas ahí, por esas figuras que no encastran en el estatus quo de la familia burguesa. La mujer tiene que ser esto, el hombre aquello, los hijos lo de más acá. Y entonces rápidamente la propia lógica de la familia la va expulsando y le va quitando poderes. La marginan, no le permiten estudiar ni salir a bailar ni tener hijxs. Y entonces fue quedando como una persona sin autonomía, sin poder sobre sus decisiones.

Para mí ahí hay una clave para pensar por qué mi abuela nunca pudo contraponerse, responder o tomar conciencia de esa violencia sutil ejercida contra su persona a lo largo de toda su vida, porque es algo sistemático y difícil de hacer consciente. Creo que sostuvo hasta sus últimos días ese lugar, porque es el de la tradición, y eso te da seguridad. Nadie quiere dejar de sentirse seguro en el mundo. Tiene que pasar una tragedia para que tomes conciencia de tus privilegios o de la falta de ellos. Me parece que en su caso eso nunca sucedió, entonces no tomó conciencia de esa asimetría de poder.

El otro día escuchaba a Rita Segato hablar de que había una ética de la tradición o del conformismo y una ética de la rebeldía o la disconformidad. Y me parece que Haydée está ahí sosteniendo y construyendo ese poder patriarcal. Ese matrimonio funciona como un monstruo de dos cabezas.

Y, en cambio, creo que el resto de todas nosotras, o al menos yo, nos paramos desde una ética de la disconformidad. La película es mi lugar de desobediencia en todo esto. Estoy hablando de mi propia familia, quedo muy mal parada frente a ellxs. De hecho recibí nueve cartas documentos de familiares lejanos. Nueve personas que aparecían por ejemplo en un plano de archivo detrás de un personaje principal. No pude usar nada de eso, ni siquiera un plano en el que aparecen en una foto familiar colgada en la pared y hasta fuera de foco. Creo que genera enojo porque se aferran a lo único que les queda, la idealización de pertenecer a un clan.

También es llevar a lo público una dinámica, una intimidad…

Sí, pero creo que la película no muestra algo demasiado conflictivo ni pasa algo demasiado tremendo, una violación o un genocidio, habla sobre las dinámicas afectivas. Quizá lo que molesta es justamente la apropiación de un archivo doméstico que se vuelve público, puede ser.

Hay diferencias entre un discurso público y uno privado. No es lo mismo discutirlo en privado que pasarlo a lo público. Filmarlo es una casa, como lo que hacía tu abuela que tiene un discurso, una forma que tenía de expresarse, pero hacia adentro, y vos lo que hacés es llevarlo hacia afuera. Cuando va al ámbito de lo público cualquier persona puede discutirlo, y de hecho lo estamos hablando porque existe esa película. ¿Cómo ves eso?

A mí me parece un gesto generoso. Por un lado, pienso que esa distinción entre lo privado y lo público está un poco caduca, o por lo menos es problemática en la sociedad hoy, porque todo el tiempo estamos subiendo contenido de nuestra intimidad a las redes sociales. Tenemos otra cosmovisión, otro paradigma, y pienso que abrir las puertas de un archivo familiar no tiene nada de revelador, ni de trascendente, ni de diferente a lo que estamos acostumbradxs a ver.

De hecho, creo que mi abuela fue muy contemporánea en ese gesto de filmarse a sí misma. ¡Creo que inventó la selfie! La autofoto es el lugar más básico de la afirmación del yo. Por eso la película empieza así, porque es sobre nosotras. Pero además, lo que hay en la película son cosas que resuenan en mí. Me veo representada en ellas en cierta medida. Quizás hasta podría decir que la película es un autorretrato a través de ellas, como una caja china.

La tarde llega a su fin pero la temperatura no baja. Buenos Aires en diciembre es eso, son esos treinta grados que se mezclan con una potente humedad y que, sobre el empedrado de este barrio, construyen un paisaje que combina estos bares históricos con cervecerías “modernas”. Este calor es amigo de esa bebida a base de malta y lúpulo, pero en el café en el que estamos se niegan a servirla. Pedimos la cuenta: quedan preguntas pendientes y quizá sea mejor hacerlas en otro lado. Mientras cumplimos el ritual de esperar el ticket primero y el papelito de la tarjeta para firmar después, disfruto el tiempo restante para hacer unas preguntas más.

Leí que trataste de hacer algunas escenas pero no te gustó como quedaron.

Sí, es que se sentían mentira. Para mí el cine es riesgo y no tiene por qué reproducir la realidad, por más que se trate de un documental. Para que me entusiasme tiene que pasar algo extraordinario, algo distinto a lo que estás acostumbradx.

Igual, al ordenarlo de una manera diferente, te permite poner el énfasis en otras cosas. Salvo algunas escenas filmadas, todo está basado sobre la realidad. Lo que la hace particular es el enfoque, el recorte que marca algo, que tiene un sentido.

Sí, claro. No hay nada librado al azar. Hay un trabajo de estar ahí, de esperar, de estar atenta. Y después en el montaje está todo medido milimétricamente. Con Anita Remón somos dos freaks. Estamos miles de horas pensando cada detalle.

Cuando nos juntamos vio todo el material y me dijo “la estructura es esta”. Respondí: “me encanta, vamos a hacerla”. La armamos en una semana, pero después trabajamos un año depurando eso. Ya sabíamos cómo era la película, las escenas, pero después llevó mucho trabajo equilibrar cada secuencia.

Hay gente de la crítica que dice que soy tímida. Que no tomé partido o que tendría que contestarle a mi abuelo “sos un machista, rancio, conservador” .

Pero quedó claro y lo charlamos bastante de que contestar con el mismo discurso era reproducirlo. Si para confrontar una imposición lo hubieses hecho con otra imposición, no habría generado el mismo efecto. La imposición es una cagada porque es imposición, no por lo que te impone. No es el contenido sino la forma de la imposición. Si vos reproducís la forma para imponer otra cosa, pierde sentido.

Para mí es lo más valioso de la película, ¿o no? Porque después la paso medio mal viéndola, me afecta.

Igual no es para vos en tanto espectadora…

Y, un poco sí… fui a muchísimas funciones, me siguen pasando cosas. Entro en contradicción.

¿Por qué la ves tanto?

Porque encuentro nuevas relaciones, me dice cosas nuevas, me siguen cayendo fichas.

¿Es terapéutico?

Si, re.


Las revistas montoneras. Entrevista con Daniela Slipak

Por: Fabiana Montenegro

Daniela Slipak es socióloga (Universidad de Buenos Aires), Magíster en Ciencia Política (Instituto de Altos Estudios Sociales-Universidad de San Martín) y Doctora en Estudios Políticos y Ciencias Sociales por la École des Hautes Études en Sciences Sociales, Francia.

En su reciente libro Las revistas montoneras: cómo la organización construyó su identidad a través de sus publicaciones, publicado por Siglo XXI, indaga –sin concesiones- acerca de la historia del movimiento y las lógicas que lo atravesaron. Lo hace con una mirada aguda, explorando una perspectiva poco desarrollada en la literatura del tema: lejos tanto de la idealización de la militancia como  de la certeza de sus errores.

En esta charla, Slipak recorre algunos de los ejes que desarrolla en su libro: la identidad de Montoneros a través de sus publicaciones, la relación con el peronismo y con Perón, los códigos internos.


¿Cómo se construye un montonero?

Yo te puedo responder cuál sería la construcción simbólica que se hace del militante montonero a través de  las publicaciones, más allá de las apropiaciones individuales de dicha construcción.  La pregunta específica me la hago en el último capítulo del libro cuando hablo de la publicación Evita montonera. Lo que veo es cómo tratan de reconstruir el modelo de militante que se estaba demandando por parte de la publicación. Me ayudo además con  los códigos de disciplina de la Organización Montoneros, que prescribían determinados delitos, castigos, procesos jurídicos. Busco indagar el modelo simbólico de militante, las acciones que se premiaban y se mostraban en la revista.

Ese modelo de militante es integral, no se prescribía solo cuál debía ser la conducta militar o la conducta en un trabajo de superficie barrial o en una fábrica, sino que se prescribió un militante en todas las esferas de la vida (política, militar, familiar, sexual) en las cuales participaba. Se propusieron patrones normativos de lo que debía ser una familia, festejaban las relaciones maritales estables, con un tiempo dedicado a los hijos. El código disciplinario del  ‘75 prohibía la infidelidad, por ejemplo.  Se trató de un intento de gobernar todos los aspectos de la vida. En otras palabras, evitar que exista un ámbito privado respecto de la injerencia de la política de la Conducción.

¿Un intento de homogeneizar?

La idea de homogeneizar el espacio de pertenencia es propia de varios grupos revolucionarios de entonces. Se trató de establecer una disciplina que moldeara un militante obediente. Eso aparece, por ejemplo, en los escritos de Guevara; cómo debía ser un militante, cómo debía responder.

En las revistas se ve ese intento por mostrar cómo debía ser un militante: disciplinado, obediente de las órdenes, sacrificial, es decir, sacrificarse por la causa revolucionaria, hasta el punto de entregar su propia vida. Esto ya  aparece en Cristianismo y Revolución, una publicación de muchos años antes, que comenzó a editarse en 1966.

La figura sacrificial, de un mártir, que también debía ser un héroe, fue troncal en los grupos armados de entonces. También atravesó al PRT-ERP, como lo señala Vera Carnovale.  Montoneros también la reprodujo.  La figuración de un militante que sacrifica su vida por la causa. A eso se suma una escenificación de la muerte violenta como un acto heroico. En este sentido, en las publicaciones de Montoneros observé la idea de la muerte bella, que Beatriz Sarlo identificó en la carta donde Walsh reconstruye la muerte de su hija. Esto muestra, me parece,  más allá de la situación personal, que el escritor estaba inmerso en una trama simbólica en la cual la muerte violenta era vista como un acto heroico. Es una figura que va a aparecer  en todas las publicaciones, también en las legales,  por ejemplo, a través de semblanzas que se escriben de militantes “caídos”.

Otra cuestión que hay que sumar es la tradición peronista; fue un tipo particular de peronismo el que ellos defendieron  en la revista, un peronismo combativo. Es un peronismo que tiene una relación tensa con Perón y al mismo tiempo es un peronismo que reivindica la figura de un pueblo combatiente, revolucionario. Una reconstrucción del peronismo que se fue construyendo desde la proscripción en adelante.

¿El peronismo fue una máscara?

Carlos Altamirano retoma la metáfora de la máscara en un texto clásico, subrayando en qué sentido los símbolos son importantes para el análisis político, y en qué sentido las identidades son importantes para el juego político como tal. Una máscara política no es solo una máscara; uno se convierte al mismo tiempo en ella. De esta manera, Altamirano impugna las lecturas estratégicas que se hacen de Montoneros, que plantean que defendían a Perón, pero después se sacaban esa máscara hipócrita.

En política, y más cuando hay apuestas como exponer  o quitar la vida,  esas máscaras no son meros accesorios. Uno termina constituyéndose con esas máscaras con las que juega, con esa trama simbólica. Esto explica la importancia que tienen  los símbolos y las identidades en la construcción de la política como tal.

Entonces, la máscara es la metáfora para hablar de la tradición peronista. No es que se reivindicó al peronismo como una estrategia por debajo de la cual ocultaban sus verdaderas intenciones. O, por lo menos, no se trató solo de eso. Uno se ve interpelado por esa realidad y esa tradición peronista termina siendo la propia identidad. No todo se explica en términos estratégicos.

Reconociendo ese espacio de reivindicación y reinvención de las tradiciones, Montoneros se apropió de la tradición peronista y al mismo tiempo la reinventó: el significado que tenía el pueblo,  la propia relación con Perón, probablemente no sean los mismos para otros sectores del peronismo ni para otros sectores de la llamada “izquierda peronista”.

Tomando la figura de las máscaras, las identidades, analizo cómo se construye un peronismo que reivindica a Perón, que es impensado sin su figura, pero que también toma la tradición posterior al ’55. En contraposición al trabajo de (María) Ollier, que plantea que Montoneros –creo que ella se refiere a la “izquierda peronista”- reivindica la tradición peronista de la resistencia, no tanto la tradición del 17 de octubre. Yo eso también lo encuentro. Reconstruir el peronismo fue para ellos recuperar tanto el legado de lo que ellos llaman la década del gobierno peronista desde el 17 de octubre de 1945, propia de la mitología del peronismo clásica –el líder que se encuentra con el pueblo sin mediaciones, el pueblo feliz de la mano del líder –, como la figura del pueblo más protagonista y combativo de después del ‘55.

¿Cómo  aparece la relación de Montoneros con Perón?

La relación con Perón es tensa, no pueden pensar el peronismo sin Perón, pero heredan –a su vez– esa tradición más combativa de un pueblo sin Perón. Esto no tiene por qué ser resuelto; eso convivió, estaban los dos relatos. Las ideologías,  los símbolos y las tramas no tienen por qué ser coherentes y lineales.

¿Hay una contradicción entre el “luche y vuelve” pero mejor que no vuelva?

Está la lucha por el retorno, la reivindicación de lo que fue la década del gobierno, del vínculo, pero al mismo tiempo está la reivindicación de un pueblo que ellos dicen encarnar, que casi no necesita de un líder porque así se figura que estuvo durante muchos años, un pueblo combativo que lo que quiere es tomar el poder, para decirlo en la gramática de la época.

Pero hacen cosas que saben que los  van a terminar alejando de Perón…

Y… matar a Rucci, el pilar del pacto social, a dos días de haber ganado Perón las elecciones. Además  tenía una simbología distinta a los ajusticiamientos populares. Una provocación, una amenaza.

Tu libro discute con la idea de “desvío”, según la cual se cree que los ideales defendidos se transformaron a mediados de los años setenta con la militarización y la burocratización.

Parte del discurso de la disidencia es que se militarizaron, que se convirtieron en el “enemigo” y desvirtuaron los principios políticos originarios. Es la fundamentación de buena parte de la juventud peronista Lealtad, que se fueron en el 73, 74, diciendo que había un desvío. También en las disidencias posteriores hay algo de ello: explican que hubo un desvío de ciertos valores políticos, preservándolos de lo que pasó posteriormente. Justifican que la derrota fue porque se desviaron de esos principios iniciales. Yo discuto eso, no para negar las transformaciones, que las hubo. Pero hay que marcar que buena parte de la simbología  militar estuvo desde el principio, lo militar estaba imbricado con lo político. De hecho en los primeros documentos, ellos están pensando en un ejército popular, toman esa simbología. Las agrupaciones de superficie son parte de esa estrategia bélica. Sería demasiado lineal pensar que esto fue de un desvío posterior y que la culpa la tuvo   la imitación, esta cuestión del espejo, o de actitudes de otros, y no tratar de buscar en el propio derrotero de la organización una imbricación entre lo político y lo militar que explica en buena medida algo de lo que pasó después. Uno puede rastrear retrospectivamente que en el origen estaba esa imbricación de ambos universos de sentido y que no es que lo militar sustituyó una simbología y unas prácticas políticas desprovistas de eso. Hay una amalgama desde el inicio; luego se intensificaron los aspectos militares, pero eso no significa que se hayan pervertido los principios iniciales.

Ellos tenían el movimiento peronista montonero, que tenía una política frentista con diversas ramas (juventud, política, sindical, etc.).  Es interesante eso porque, en la última etapa,  el trabajo de lo que uno entiende en sentido más restringido por política se seguía haciendo. La propaganda política, la política frentista aparecen también. De modo que, si uno tratara de explicar que primero viene lo político, después lo militar, estaría dejando vacíos por todos lados porque en la primera parte la simbología militar estaba y, luego, la simbología política también. Nunca se abandona  la aspiración a una política de base; no es que después se transforman solo en el ejército montonero sino que también mantienen una estructura con diversos frentes.  Por ejemplo, Rodolfo Puiggrós estaba en el movimiento peronista montonero. Otro ejemplo: en el 75, ya en la clandestinidad, hacen una alianza con una fuerza local de Misiones y se presentan como el Peronismo Auténtico.

El argumento que dice que hubo un desvío tiende a reproducir la lectura militante del derrotero, que preserva los primeros  valores políticos, clausurando su crítica y explicando que después se fueron desviando. O que la culpa fue porque llegaron las FAR (que tenían un origen guevarista) a Montoneros e introdujeron el foquismo y desvirtuaron sus raíces peronistas. Ese esquema es propio de los protagonistas de la época, quienes explicaron su filiación y luego su salida de la organización (por ejemplo, Lealtad) y contribuyó al mito de la propia disidencia. Este tema lo estoy trabajando ahora. Es un mito de la propia militancia –que tiende a simplificar, al igual que en el juego político- y que varias investigaciones toman  y reproducen. En ese sentido, es un esquema problemático porque oscurece situaciones más híbridas con entramados más complejos y tensiones que creo que hubo. Eso es entendible para la dinámica  política; pero creo que una investigación desde la sociología política puede hacer un aporte desde otro lugar, con otras herramientas. Es un problema cuando se idealiza esa militancia, se ven solo los aspectos que se reivindican y no se da lugar a zonas de grises que creo que son las situaciones históricas en general.

También es interesante el recorrido que hacés de la memoria construida sobre los militantes.

Solo recorro a grandes rasgos el lugar de los militantes en la memoria social y política. Y en los trabajos sobre el tema. En un primer momento prima más la noción de víctima, sin pertenencia política, para subrayar la condición humana. En los 90,  la voz del militante vino a restituir identidad política, las adscripciones políticas,  una militancia a la cual se le había negado su carácter político en pos de castigar el horror perpetrado a la condición humana. La aparición de la voz militante se dio en paralelo a cierta condena de la conducción. El problema de estas lecturas que tienden a marcar una ruptura tan fuerte entre cúpula y militancia es que otra vez  tienden a oscurecer que las responsabilidades y las tramas, si bien fueron jerárquicas  y desiguales, fueron compartidas. Oculta el hecho que esos “perejiles”  también persistieron en la organización y adscribieron a determinados ideales. La muerte de Aramburu, por ejemplo, era coreada en las manifestaciones. Eso no significa que todos lo mataron, desde luego, pero es cierto que hay un tipo de responsabilidad por haber participado en una trama política en la cual se coreaba la muerte de una figura vista como enemiga. No se trata, hoy, de condenar sino de  comprender, de observar que había  una trama compartida de  legitimación de un asesinato político sustentado en la figura de la justicia popular. Si no, uno cae en las lecturas  simplificadoras como la que propone que Perón manipuló a los obreros. La misma estructura podría aplicarse a la organización: Montoneros manipuló a la militancia. Bueno, no. Las acciones  y las adhesiones son decisiones políticas.

 

Cuando hablás de responsabilidades pienso en la teoría de los dos demonios…

Creo que podemos hacer una lectura densa que dé lugar a la espesura de esos años.  Indagar los grises que  en ciertos estereotipos de la memoria todavía no se reconocen. Muchas veces, los análisis que muestran  estas cuestiones más antipáticas son censurados o considerados como defensores de la teoría de los dos demonios. Y eso obtura una discusión sobre la época que no necesariamente debería derivar ahí.

Analizar cómo se construyó una trama y mostrar  las tensiones no es lo mismo que decir  que Montoneros y los militares fueron lo mismo, o que no tuvieron nada que ver con las tramas sociales por detrás, ambos argumentos ligados a la teoría de los dos demonios. En fin, analizar los grises de una experiencia no significa negar los crímenes de lesa humanidad de los militares. Creo que ya circularon muchos debates sobre el período y cada vez hay más trabajos que demuestran que hay interés. Aprovechemos estas condiciones para poder dar un análisis político más complejo.

La identidad de Montoneros a través de sus publicaciones

Por: Fabiana Montenegro

Foto: Ariel Gabriel la Rosa

 

Con el inicio de la transición hacia la democracia, el discurso de reparación hacia los desaparecidos de la organización político-militar Montoneros se basó fundamentalmente en restituir su condición humana ante los horrores de la dictadura. A esta narrativa humanitaria se sumó, a mediados de los años 90, el reconocimiento de su compromiso político. No obstante, este nuevo relato se centraba casi exclusivamente en el accionar de los jefes, desestimando las tramas organizativas y simbólicas que implicaban al resto de sus integrantes. Trabajos como Las revistas montoneras. Cómo la organización construyó su identidad a través de sus publicaciones, de Daniela Slipak ─que analiza, a través del estudio de sus revistas, la complejidad de los relatos, discursos e interpretaciones que contribuyeron a conformar la identidad de la organización─ han tratado de desmontar esta interpretación lineal de su construcción identitaria.

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El 29 de mayo de 1970, un grupo de jóvenes secuestra al ex presidente de facto, Pedro Eugenio Aramburu, disfrazados con peluca y con trajes de policía, sacerdote y militar. Lo llevan a una quinta en la localidad bonaerense de Timote donde lo someten a un juicio revolucionario. Lo acusan de haber perpetrado crímenes contra el pueblo: el asesinato de Juan José Valle y otros peronistas, la desaparición del cadáver de Eva Perón, la anulación de las conquistas sociales, y de haber acordado con el régimen militar la transición hacia una falsa democracia. El tribunal revolucionario lo condena a muerte.

Con este mito fundante entra en la escena pública la organización político-militar Montoneros. Su origen, así como su derrotero posterior, hasta su caída “coronada por encuentros de jóvenes con trajes, ademanes y ceremonias militares en el exterior” despertaron el interés de muchas investigaciones para descubrir qué hubo detrás de tanto disfraz.

La narrativa propuesta sobre el tema durante la transición democrática obvió la adscripción política y la historia de los militantes detenidos-desaparecidos, renunciando a un abordaje de las prácticas y responsabilidades de los grupos armados, principalmente, al desvincularlos de sus conducciones –condenadas política, social y jurídicamente junto a las cúpulas militares–. Subyace aquí el propósito de restituirles su condición humana frente al horror perpetrado por la dictadura.

Hacia mediados de la década de 1990, esta narrativa humanitaria fue tensionada por la voz militante: se les restituyó su compromiso político, es decir, las identidades inicialmente borradas de las víctimas. Al discurso de la entrega, los ideales y la voluntad de transformación se le sumó la violencia implementada, el discurso bélico, la disciplina interna, las responsabilidades, la crítica a la conducción guerrillera, la derrota del proyecto revolucionario. Sin embargo, estos relatos se centraron en el accionar de los jefes, desestimando los complejos entramados organizativos y simbólicos que vincularon también a los militantes, muchas veces denominados por la literatura de la época como “perejiles”.

Se trata entonces de desmontar interpretaciones lineales, abrir el corpus sobre los años setenta y sobre Montoneros hacia nuevas preguntas: ¿Cuáles fueron las representaciones, relatos, discursos, que surcaron el espacio montonero, otorgaron un sentido colectivo a sus acciones y construyeron su dimensión identitaria? ¿Cuál fue el lugar de la militancia en la experiencia revolucionaria?

En su libro, Las revistas montoneras. Cómo la organización construyó su identidad a través de sus publicaciones, Daniela Slipak indaga acerca de cuáles fueron estas representaciones sociales que atravesaron no sólo a la dirigencia, con sus decisiones y responsabilidades, sino también al resto de los integrantes. Con este propósito, analiza los rasgos de la identidad política de la organización, según los configuraban las revistas del grupo.

El concepto de identidad, lejos de ser un dato o una elección individual, es un constructo social conformado por un conjunto de dimensiones: la invención de un origen, la reproducción de una tradición, la relación con otros actores y prácticas presentes y pasadas, la representación de un ámbito común, y la fijación de prescripciones y normas.

Veamos cómo funcionan estas dimensiones identitarias en la conformación de Montoneros, a partir de sus publicaciones.

El origen simbólico de Montoneros

Si bien la Organización hace su aparición pública a partir del secuestro y asesinato de Aramburu, su origen se sitúa bastante antes. Los inicios montoneros podemos rastrearlos en la revista Cristianismo y Revolución, ya que varios de sus primeros integrantes estuvieron ligados a ella o provenían de ámbitos afines. Un antecedente simbólico relevante en la gestación del imaginario de la Organización.

La publicación fue fundada por el seminarista Juan García Elorrio en septiembre de 1966, en un contexto signado por un catolicismo renovado por el Concilio Vaticano II y su “opción preferencial por los pobres”. Aunque este discurso renovador no recomendó explícitamente la violencia para resolver la cuestión social, no la condenaba; o bien, daba lugar a ambigüedades. En ese año, Camilo Torres, sacerdote, guerrillero y sociólogo colombiano fue asesinado y se convirtió en símbolo revolucionario al igual que Ernesto Che Guevara. En cuanto al contexto internacional, cabe recordar la Revolución cubana (1959), la Guerra de Vietnam (1959), la Guerra e Independencia de Argelia (1962) y demás procesos de descolonialización en Asia y África, la Revolución Cultural China (1966), el Mayo francés (1968), entre otros. Estos acontecimientos demostraron no solo un catolicismo renovado sino también un marxismo distanciado del totalitarismo soviético. Además, fueron fundamentales los escritos de Jean Paul Sartre, Frantz Fanon, Régis Debray y Ernesto Guevara que criticaron al colonialismo imperialista y postularon la figura del intelectual revolucionario, la reivindicación de la voluntad del hombre por sobre las estructuras y la teoría del foco armado.

En este contexto, el relato mítico de la revista se construye sobre una gramática bélica atravesada por figuras escatológicas y mesiánicas, propias de las narraciones cristianas, como la ética sacrificial ante una causa irrenunciable, el martirio, la inevitabilidad de la victoria, el heroísmo, la muerte bella. La muerte propia o ajena eran instancias consagratorias de valentía y compromiso o de justicia vindicativa. En este sentido, la violencia revolucionaria adquiría una doble dimensión: por un lado, instrumental, la lucha armada era un medio para la revolución socialista y para alcanzar la realización del individuo en una nueva moralidad; por otro, reactivo, una respuesta obligada ante la coyuntura, ligada a la justicia.

Si bien, como afirma Slipak, sería un error sostener que la publicación determinó el desarrollo posterior de Montoneros, estas escenas y metáforas fundantes –como veremos luego– serán evocadas en las representaciones posteriores sobre la violencia, el enfrentamiento con otros actores, la justicia y la disciplina.

Perón, pueblo y patria.

Una heterogénea juventud proveniente mayoritariamente de diversos sectores de la arena peronista fue alistándose bajo la bandera montonera: militantes de la FAP (1971), Descamisados (1972), FAR (1973), algunos sectores escindidos del ERP (1974). En este contexto de crecimiento, surgió el proyecto de prensa legal, El descamisado, que se propuso como la voz oficial de la Conducción ante las posibles discrepancias de la diversidad que presentaban sus huestes.

Fue desde los ejemplares de esta publicación que se instituyó una fundación que reinventó la tradición peronista y exhibió una significación particular de Perón y del pueblo. Al igual que el concepto de identidad, el de tradición remite también a entramados en constante redefinición y no a una herencia recibida pasivamente. Su apropiación, entonces, es siempre una configuración, una reinvención condicionada por relatos precedentes.

En este sentido, construyeron un entramado que se remonta a la fundación misma del peronismo para apropiarse de su mito de origen. Montoneros eran los herederos de aquel encuentro entre Perón y su pueblo el 17 de octubre de 1945. Según explica Daniela Slipak en el libro citado, “el problema es que consignar la adscripción peronista de Montoneros (…) no revela mucho de su identidad política. Tampoco lo hace indicar que la Organización manipuló el nombre de Perón para ganar adeptos e insertarse en la arena pública. (…) Más que indagar si efectivamente fueron peronistas o simularon serlo, el peronismo de Montoneros obliga a examinar de qué manera se interpretó esa tradición”. Es decir, qué Perón y qué pueblo poblaron el ideario del semanario.

Como se expresó más arriba, El descamisado rescató la fundación del peronismo clásico del 17 de octubre, pero, al mismo tiempo, rememoró la disrupción de 1955 como “una frustración de la edad de oro del decenio de gobierno peronista”, provocada por la separación del vínculo entre Perón y su pueblo. Sin embargo, no la describió como pura pérdida ya que obligó al pueblo a una larga lucha por la recuperación y el retorno de su líder. En este sentido, resaltó la naturaleza combativa del pueblo que lo habría convertido en sujeto resistente.

De esta manera, Montoneros se construye como el depositario de –en términos de Slipak– estas dos heredades: el mito de origen del primer peronismo y el relato de la Resistencia. Y además, reinventó la tradición peronista imbricando a la Organización con el pueblo, como portadores del “cuerpo del pueblo”. Esto inauguraría una serie de tensiones en la interpretación del pasado propuesta por El descamisado, principalmente, en torno al protagonismo de Perón.

De alteridades y disidencias: ¿qué amenazaba, para la prensa montonera, el cuerpo del pueblo?

La relación de Montoneros con el resto de los actores del Movimiento Peronista fue tensa desde el inicio y, con el regreso de Perón al país, la situación se deterioró visiblemente. El panorama de la Organización había cambiado: Perón subrayó la necesidad de “volver al orden legal y constitucional”, resaltó que su proyecto no se vinculaba a un cambio radical del sistema social y político (distante de los imperialismos dominantes) y que ya no tenían razón de ser los métodos violentos. Dos días después del aplastante triunfo electoral, Montoneros asesinó en la puerta de su domicilio al sindicalista José Rucci, uno de los pilares fundamentales del Pacto Social de Perón.

Además, el contexto varió a causa de la represión legal e ilegal que fue constituyéndose durante ese período. Perón invirtió el discurso reactivo sobre la violencia que había sostenido durante el exilio: “Cuidado con sacar los pies del plato, porque entonces tendremos el derecho de darles con todo”, había afirmado en agosto de 1973. Por otra parte, crecieron las alusiones negativas de Perón hacia Montoneros, tildándolos de “perturbadores”, “infiltrados”, “agitadores”, “subversivos”. Como se puede observar, lejos de proponer una solución institucional, las palabras del líder incentivaron una respuesta por fuera de la legalidad. En septiembre de 1974, Montoneros toma la decisión de pasar a la clandestinidad y se suspendieron las revistas.

Tanto en El descamisado como en sus sucesoras, El peronista y La causa peronista, dieron cuenta de viejos y nuevos adversarios. Un rasgo fundamental que los definía era su carácter de “intermediarios”, cuya existencia obstaculizaba el contacto entre Perón y el pueblo. Según Slipak, se pueden observar dos niveles de adversarios: uno era el imperialismo y la oligarquía, que ya se había planteado, fundamentalmente en versiones del revisionismo histórico; el segundo apuntaba a un actor interno al Movimiento Peronista: la burocracia sindical, que habría buscado la “negociación” con los sucesivos gobiernos en contraposición a la “lucha” que el pueblo habría necesitado para mantener las conquistas del decenio 1945-1955. Vandor, así como los metalúrgicos Rucci y Lorenzo Miguel, eran ejemplos paradigmáticos de esa voluntad negociadora. En este mismo nivel se consideraron también algunos funcionarios políticos como López Rega, la cara visible de muchos asesinatos de militantes de izquierda.

Desde estos posicionamientos se construyó lo que se conoce como “teoría del cerco”, la cual explicaría que Perón era engañado por esos “intermediarios” que lo rodeaban y que no permitían el acercamiento entre Perón y el pueblo. Si bien la propia Conducción aduce que esta teoría fue descartada tempranamente por considerarla un error, un “infantilismo político”, para Slipak, la idea del cerco se mantuvo vigente, pero conviviendo con cuestionamientos directos a las acciones y declaraciones del líder.

En las declaraciones de la “Charla de la Conducción Nacional” se advirtió: “hemos hecho nuestro propio Perón, más allá de lo que realmente es. Hoy que Perón está aquí, Perón es Perón y no lo que nosotros queremos”, aunque “compartimos el proyecto estratégico que formula Perón”. Es decir, que la teoría del cerco posibilitaría salvaguardar la imagen simbólica de Perón de sus prácticas concretas, la importancia del líder para el pueblo, y que, más allá de los cuestionamientos, Perón nunca ocupó el lugar de la alteridad.

Estas imágenes discuten un diagnóstico repetido sobre Montoneros que sostiene su intento de reemplazar a Perón en la conducción del Movimiento. Esa afirmación oculta que lo que propuso su prensa legal fue una concepción comunitaria distinta a la de Perón: la necesidad de estructurar al pueblo con asociaciones intermedias representativas.

Prescripciones y normas: la idea del desvío y del espejo.

Evita montonera fue una revista interna y clandestina, acorde a la nueva posición de Montoneros en la coyuntura política. Sus páginas revelan elementos indispensables para terminar de percibir la identidad de la Organización sostenida en sus publicaciones. En ellas se prescribió un horizonte de sentido en relación con las normas de conducta y la justicia interna que cubrió no solo las prácticas de superficie y clandestinas sino también los ámbitos familiares e íntimos de los militantes. Así, se propuso un modelo ligado a la monogamia, la heterosexualidad, la fidelidad marital y la presencia de los padres en la crianza de los hijos.

Asimismo la publicación reivindicó las características de un combatiente modelo: su preocupación por los sectores populares, la aspiración a la justicia social, la obediencia a las órdenes impartidas, la disciplina estricta, la pasión militante y la frialdad en la consecución de los objetivos. No había límites para la entrega. La pérdida de la vida era una posibilidad cotidiana y a la vez, enaltecedora. En este sentido, el mandato sacrificial y la figura de mártir propia de la tradición cristiana –que Guevara no había ignorado al edificar su hombre nuevo (“nuestro sacrificio es consciente; cuota para pagar la libertad que construimos”) – se enhebra con el ideario ya propuesto tempranamente en Cristianismo y revolución y fue propio también de otras organizaciones armadas como la del PRT-ERP. De esta manera, se pretendió proyectar una visión particular de la comunidad y de la subjetividad gobernada por una apariencia de uniformidad: una totalidad manipulable y controlable.

Conforme a la tradición de izquierda revolucionaria y así como se había planteado en la revista de García Elorrio, la Organización estipuló una codificación interna con delitos, sanciones y procedimientos jurídicos, sobre la base de una idea de justicia alternativa para las propias huestes. Prácticas jurídicas que recuerdan no solo a modos propios del estalinismo sino, incluso, a procedimientos propios de la iglesia durante el período Inquisitorial.

Ahora bien, como plantea Slipak, estas características que –en el marco de la clandestinidad y la represión recrudecen– son un continuum que rearticula y adapta pautas prescriptivas constitutivas en la Organización desde sus orígenes. Por eso, la autora discute con claves interpretativas que buena parte de la literatura reproduce: la idea del desvío y del espejo, según las cuales el proyecto político inicial con su compromiso social se habría convertido en un ámbito militar, violento, jerárquico y burocrático por decisión de la cúpula dirigente, imitando así lógicas ajenas como las de las fuerzas armadas u otra organización revolucionaria.

Slipak señala que ya en Cristianismo y revolución, de donde salieron varios montoneros, la política recurrió a la violencia y a las imágenes bélicas; que tanto los primeros documentos de Montoneros como sus revistas legales imbricaron la política y lo militar; plantearon que los frentes de masas eran un recurso más de la guerra revolucionaria; declararon que la política debía ser armada y celebraron a los militantes como combatientes heroicos. Las publicaciones clandestinas replicaron estas líneas. De allí que sería difícil aseverar que el arribo de lo militar fue tardío y desvió aspiraciones exclusivamente políticas.

Pensar lo militar, el marxismo y la disciplina bajo las figuras del desvío y del espejo desempeñó –y aún sigue haciéndolo– un papel crucial para explicar, en algunos sectores de la militancia, el porqué del fracaso.

Cuestionar la teoría del desvío y del espejo no significa dejar de reconocer la creación del ejército montonero en 1975 ni desestimar el predominio creciente de los dirigentes más rudimentarios sino que, para comprender la citada militarización y burocratización, así como su intensificación durante el exilio de la Conducción Nacional, habría que admitir más su lógica con el universo propio que con el ajeno.

Secretos que no prescriben. Reseña de «La maestra rural».

Por: Mauro Lazarovich
Foto: Felipe Barceló

La maestra rural es la primera novela del escritor Luciano Lamberti (1978). Lamberti forma parte de una generación de escritores cordobeses -junto con Federico Falco, Carlos Godoy y Carlos Busqued- que están escribiendo algunas de las obras más interesantes de la literatura argentina contemporánea. En La maestra rural el autor se permite regresar a la década del 70, para reescribirla desde una perspectiva que remite tanto a Juan Jose Saer y al fantástico argentino como a la ciencia ficción norteamericana.

 


 

“La maestra rural” (Luciano Lamberti)

Literatura Random House, 2016

288 páginas

 

La maestra rural es la primera novela del escritor cordobés Luciano Lamberti, conocido en buena medida por sus dos libros de cuentos El asesino de chanchos (2010) y El loro que podía adivinar el futuro (2012), ambos destacables por la singularidad de su estilo y temática dentro del rico y heterogéneo (y a veces también corriente y familiar) panorama del género en la Argentina. La novela narra la historia de Angélica Gólik, maestra rural, poeta ignota cordobesa y designada “loca del pueblo” casi unánimemente por todos los personajes que conforman el coro de la novela. La ficción se construye principalmente a partir de dos testimonios, los únicos que se repiten a lo largo del volumen: el diario personal de Angélica, y el de Santiago, un joven estudiante de letras, autor de una serie de “poemas malísimos”, obsesionado insana y descontroladamente con la poesía al punto de que vive su vocación, heroico e ingenuo, como un magisterio sagrado.

Santiago sufre un desestabilizador encuentro -por una serie de casualidades misteriosas- con los libros (auto-publicados y menores) de Angélica y descubre en ella a una autora que lo fascina y lo lleva a salir a su búsqueda. El acercamiento lateral al género policial de Lamberti, que sigue el formato “poeta/detective busca a poeta desconocida”, lo emparentan inmediata y evidentemente con la obra de Roberto Bolaño. Sobre todo considerando que La maestra rural es, como Los detectives salvajes, por un lado, una obra que destila poetas y que trata a la poesía como una “cofradía secreta”, conformada por una serie de personajes anónimos, invariablemente pobres y excéntricos que la viven como apóstoles de una causa sacra y, por otro, a que recurre casi a la misma estructura: parte journal y parte relato coral y polifónico.

Agrego como última coincidencia que, al igual que Bolaño, Lamberti no escapa de la (parcial) representación de la década del 70, ni de la aparente atracción por una época de innegable efervescencia política y estética. De hecho la novela construirá una larga serie de testimonios laterales que, si bien suelen orbitar alrededor de Angélica, la cual recorre como un rumor toda la novela, escapa del mundo de la poesía y posibilita la incorporación de dos condimentos fundamentales para la narración: la ciencia ficción (término aquí intercambiable con el “fantástico”, es decir, con las particularidades del género en la Argentina) y la lógica paranoica. Me detengo brevemente en ambos elementos.

En una reciente entrevista sobre su libro Lamberti dice: “Quería contar la dictadura mediante la paranoia y la monstruosidad, me interesaba el clima ominoso de la dictadura sin caer en lugares sabidos”. Ya Juan Terranova, en un sólido ensayo sobre el autor, incluido en su libro Los gauchos irónicos (2013), destacó el modo en que el minimalismo norteamericano le facilitaría una forma distintiva de retratar a la clase baja. En este caso será la perceptible -aunque implícita- referencia a los escritores de ciencia ficción norteamericanos (con toda probabilidad Phillip K. Dick y Stephen King, aunque provocadoramente Lamberti incluye en los agradecimientos del libro al “doctor” Zecharia Sitchin) la cual le ofrece una solución innovadora para una temática acostumbrada.

Lamberti recurre a dos momentos fundamentales de la historia argentina: el último peronismo (el peronismo del oscuro López Rega susurrando secretos al oído de un anciano Perón) y la última dictadura militar, para conseguir una revisión original –aunque incompleta, apenas sugerida- de la historia argentina en clave conspirativa, paranormal y freak. En La Maestra Rural hay desapariciones no-políticas y abducciones (algo que un poco remite a Los Rubios de Albertina Carri), sectas misteriosas que se comunican telepáticamente con sus miembros, viejos que se vuelven jóvenes, parapsicólogos, brujos y curanderos, “hombres y mujeres muy poderosos”, ocultos a plena vista, que anticipan la inminente llegada de un apocalipsis postergado pero anticipado por todos.

La combinación de estos elementos, ubicados conscientemente en una época que, vista desde el presente, aparece como territorio del absurdo, aspira a una recodificación retrospectiva que permita revelar sus fisuras y visibilizar la imperante irrealidad del pasado histórico, tanto para subrayar su extrañeza como para denunciar la entrecomillada normalidad del presente contemporáneo. Tanto en la particular aproximación a la temática como en el cuidoso modo con el que Lamberti elige sus palabras, se percibe un potente efecto de distorsión en el discurso de sus personajes, deformado hasta volverse inquietante. Filtrada por Lamberti, por ejemplo, la imagen de los militantes esperando un “mensaje” del exiliado Perón, remite menos a una romántica fidelidad partidaria que a un grupo de fanáticos esperando la llegada de una señal de la nave nodriza. Uno de los personajes de la novela parece explicar perfectamente el ejercicio: “leer el pasado como parte de un plan. Tomar elementos históricos facticos y rearmarlos para que digan algo distinto”.

La revisión de parte de la historia argentina a través de la impronta de la ciencia ficción se combina, como dije antes y como sugiere el fragmento recién citado, con la incorporación de una lógica conspirativa y paranoide. Ricardo Piglia sugiere que la ficción paranoica está formada por dos elementos: por un lado la “idea de amenaza” (el enemigo, el que persigue, el complot, la conspiración) y, por otro, el “delirio interpretativo”, es decir, la creencia de que las casualidades no existen, de que “todo obedece a una causa que puede estar oculta, que hay una suerte de mensaje cifrado que me está dirigido”.

Walter Benjamin, en una intervención citada hasta el hartazgo, relaciona la emergencia del género policial con la expansión urbana y la consecuente formación de una masa anónima. Como si asumiera esta premisa como un desafío, Lamberti procura todo lo contrario: retomando una línea que podríamos relacionar, como Terranova, con Juan José Saer y Horacio Quiroga, apuesta por el espacio rural como territorio de lo desconocido y lo siniestro (elemento que de manera totalmente distinta apareció también en Jauja de Lisandro Alonso). Al situar buena parte de la acción en un pueblo del interior de Córdoba, con personajes desplazados –lúmpenes- y deformes (la poeta bigotuda, el marido tuerto), el autor reubica la posibilidad de la amenaza en la soledad de las rutas provinciales, en el inquietante silencio del campo, y trastoca la idea de sospecha, ahora escalofriantemente presente en la realidad más cotidiana, más directamente, en la vecindad y en la familia.

La segunda premisa de Piglia, aplicada a La Maestra Rural, podría insinuar una forma de concebir la actividad literaria. Otorgando la razón a sus personajes el autor parece pensar la literatura como una imposición del destino: son los libros los que buscan a sus lectores y les revelan la realidad como un simulacro, condenándolos a intentar descubrir su verdad oculta, a descascarar los misterios de su presente y encontrar, invariablemente, algo “negro y resbaloso”, algo que da “miedo y nauseas”.

“Hay que ser raro para dedicarse a escribir, sobre todo poemas”, repiten con variaciones los personajes de la novela. El comentario me sirve para introducir una paradoja, creo, planteada por Lamberti en su libro: ¿la literatura es la posibilidad de acceder a lugares inaccesibles o es una consecuencia de ese acceso?

La pregunta, que Lamberti confiesa arrastrar desde que escribió su tesis de licenciatura sobre el poeta Héctor Viel Temperley, cuyos dos últimos libros (Crawl y Hospital Británico) parecen escritos en un estado de éxtasis místico y religioso, desde un territorio infranqueable y “posthumano” o, como Angélica, desde el “infinito y más allá”, resuena en varios momentos y personajes del libro. Figuras como la de Santiago, quién “transportado” por la lectura de Gólik parece incapaz de retomar su vida con normalidad, procuran devolver a la literatura un contenido mágico y trascendente, y a la poesía un origen entre espiritual y extraterrestre.

De favorecer una lectura alegórica (advierto: desaconsejable) podríamos argumentar que la capacidad de ingresar a territorios alternativos de la realidad a través del dominio de las palabras ofrecería una suerte de compensación, una forma -torcida- de paraíso contra el menosprecio que padece la obra de estas figuras fantasmales que, desde el más absoluto anonimato, cambian el destino de la literatura sin que nadie se entere. Sugiero, sin embargo, que la apuesta de Lamberti es con todo y que La Maestra Rural busca reconocer la literatura como un instrumento poderoso y, en consecuencia, un arma de doble filo: capaz de salvar a una poeta huraña de las ajustadas fronteras de la identidad, pero también de volcar a un joven inocente a la locura, de revelar una verdad horrorosa e indeleble, de destruir una existencia.